Fecha: 25 de septiembre de 2022
Este domingo celebramos la Jornada mundial del Migrante y del Refugiado. La presencia de personas de otros países y culturas, que hasta hace unas décadas era algo muy minoritario, se ha convertido en un fenómeno que ha transformado la vida de nuestros pueblos y ciudades y que ya hemos asumido con normalidad. Cuando conocemos a otras personas que, siendo originarias de otros países y continentes, se han establecido entre nosotros, vamos asimilando interiormente que nuestra sociedad es cada vez más plural y aprendemos a convivir con aquellos que tienen una cultura distinta de la nuestra en algunos aspectos. La celebración de esta jornada, tan querida para el papa Francisco, nos debe llevar a mirar con ojos cristianos a aquellos que, por distintos motivos, han tenido que salir de su país para buscar una vida mejor o, simplemente, para poder vivir, como las familias ucranianas que han venido desde que comenzó la guerra que está sufriendo su país.
Los cristianos no nos podemos dejar llevar por prejuicios negativos todavía muy extendidos. Su presencia es enriquecedora para nosotros en muchos sentidos. El Papa nos lo recuerda en su mensaje: “la historia nos enseña que la aportación de los migrantes y refugiados ha sido fundamental para el crecimiento social y económico de nuestras sociedades. Y lo sigue siendo también hoy. Su trabajo, su capacidad de sacrificio, su juventud y su entusiasmo enriquecen a las comunidades que los acogen”. Por ello no debemos caer en una actitud egoísta hacia ellos, sino que hemos de luchar para que sean tratados con justicia, sus derechos sean respetados, tengan las prestaciones sociales que nosotros hemos alcanzado, y sus hijos puedan gozar de las mismas oportunidades educativas que tienen los nuestros.
«La presencia de los migrantes (afirma el Papa en su mensaje) representa un enorme reto, pero también una oportunidad de crecimiento cultural y espiritual para todos”. La diversidad de culturas no debe vivirse con recelo. Si la vivimos positivamente, podemos descubrir la inmensa riqueza del espíritu humano, conocer mejor la belleza de la diversidad de nuestro mundo y, de este modo, sentirnos más hermanos de todos los hombres. La presencia de creyentes de otras religiones debería despertar el deseo de conocer más y mejor nuestra tradición espiritual, con el deseo de que esta dimensión tan importante del ser humano sea más valorada en esta sociedad y esta cultura tan secularizadas.
Muchos de los que vienen a vivir con nosotros han sido bautizados en la Iglesia católica y, por tanto, pertenecen a la misma familia de la fe que nosotros. Un creyente nunca debería sentirse extraño en ninguna comunidad cristiana. La llegada de migrantes y refugiados católicos ofrece también nueva energía a la vida eclesial de las comunidades que los acogen. De hecho, en nuestras parroquias ya lo estamos comprobando: migrantes que asisten a la eucaristía y piden los sacramentos de iniciación cristiana para sus hijos, e incluso algunos que se están comprometiendo en sus parroquias como catequistas o voluntarios de caritas.
Que estas reflexiones nos ayuden a tener una actitud positiva hacia ellos y que su presencia nos haga pensar a todos que también nuestra vida es una peregrinación hacia el Reino de Dios; y que en este mundo hemos de anticiparlo trabajando por una sociedad más justa para todos.