Fecha: 29 de enero de 2023

Estimadas y estimados. De pequeños nos enseñan a dar las gracias cuando alguien te ofrece algo de forma gratuita. «¿Qué se dice?», solemos preguntar al niño. Y de esa sencilla manera colaboramos en crear una sociedad educada y agradecida. Ahora bien, quisiera haceros ver que cuando hablamos de gratuidad y del sentimiento de agradecimiento que va ligado a ella, no nos referimos sólo a una cuestión de buena educación. No basta con enseñar a dar las gracias, si este gesto no se llena de contenido profundo.

Quizás estamos demasiado acostumbrados a una mentalidad mercantilista. Buscamos pequeñas ocasiones para ganar méritos frente a los demás; a veces, ofrecemos lo que les gusta para conseguir también de ellos lo que nos falta. Incluso, nos parece muy normal decir que no hacemos más favores si éste o ese otro nos ha dejado de hacer.

Cambiar esta mentalidad mercantilista precisa ir contra corriente y construir una cultura basada en la gratuidad, una característica de Dios que heredamos como hijos suyos, pero para la que debemos formarnos. El Nuevo Testamento no deja de insistir en la primacía de la iniciativa de Dios, de la que hombres y mujeres no éramos dignos, porque es imposible ser digno de tal desbordamiento de amor. «Porque cuando todavía éramos débiles, Cristo, en el tiempo señalado, murió por los pecadores» (Rm 5,6).

El amor es, y no puede dejar de serlo, gratuito, libre, inmeritorio. Dios hace que brille el sol sobre buenos y malos, no se deja engañar por las apariencias y está siempre atento para abrazarnos cuando volvemos cansados.

La respuesta que el Señor espera de nosotros es la alegría y el agradecimiento. Recordemos el relato de los diez leprosos de Lucas. Todos son curados y pueden recobrar su dignidad social, pero sólo uno entiende lo que esta curación esconde: un secreto mayor y valioso. Por eso rehace el camino para encontrar la fuente de su alegría. Sólo aquel leproso ha entendido la dinámica del amor de Dios que no ha visto sólo la enfermedad de su piel, sino que le ha amado desde el fondo de su ser.

¿Y si nosotros, como aquel leproso, fuéramos buscando a todas aquellas personas que nos han regalado el don de Dios y volviéramos para agradecérselo? ¿Y si en las parroquias, en las comunidades, en las familias, aprendiéramos a ser agradecidos por la atención que recibimos de los demás, en lugar de compararnos una y otra vez buscando cómo podemos ser mejor considerados?

¿No os parece que la gratuidad se contagia? Una persona que reconoce los regalos que recibe, fácilmente se convierte también en una persona portadora de dones gratuitos. ¡Hay tantas maneras de imitar la generosa donación que aprendemos siguiendo a Jesús!

La cultura de la gratuidad nos permite vivir liberados del egoísmo y del querer quedar bien. Y, así, despojados de las mascarillas sociales, nos da alas para construir comunión entre nosotros y con todos. ¡Qué testimonio más educativo ofrecemos cuando vivimos gozosamente nuestra fraternidad, reconociéndonos ayuda y apoyo gratuito de unos para otros!

Vuestro,