Fecha: 3 de noviembre de 2024

A los cristianos se nos educa con insistencia a tener un sentido comunitario de la vida y de la fe. No puede ser de otra manera. Lo tenemos en nuestra configuración genética que promueve y moldea el Evangelio. Las palabras de Jesucristo inciden siempre en la importancia de contar para todo con los otros, con los que conviven con nosotros, con los semejantes que viven en otras partes. Todos nos influimos y nos necesitamos. Todos nos ayudamos y nos podemos perjudicar. Recordad que Él se rodeó de un grupo de discípulos que lo acompañaban constantemente; que les insistía en la superación del egoísmo y en el trato amoroso con el prójimo; que envió a evangelizar de dos en dos, nunca solos; a crear una comunidad que viviera conforme a sus enseñanzas como la hacían los Apóstoles en sus predicaciones en cualquier pueblo o ciudad adonde llegaban. Así lo cuentan en sus cartas; se empeñan en la formación de comunidades para rezar, para celebrar los sacramentos y para compartir. También ahora es un requisito esencial de nuestra vida cristiana.

Los cristianos formamos parte de una parroquia en la que nos educan y somos educadores, en la que participamos de los sacramentos y aprendemos a no considerar los bienes sólo como asunto y beneficio individual. Aspiramos a que la comunidad parroquial tenga el mismo rostro que la familia en la que hemos nacido y crecido con total felicidad, en la que hemos aprendido a atender a los miembros que más nos necesitan. Lo mismo pasa con la diócesis que resulta de la unión de todas las comunidades de un mismo territorio. En ese sentido celebraremos el próximo domingo el día de la Iglesia Diocesana y el siguiente la plegaria y la preocupación por los pobres de nuestro mundo en una certera iniciativa del papa Francisco. Recodaremos una vez más la dimensión comunitaria y la atención a las personas desde una responsabilidad individual y libre de la profesión de fe.

La dimensión comunitaria no olvida ni enmascara nuestra respuesta personal a la llamada del Señor para participar en la construcción y desarrollo de una sociedad más justa y más caritativa. Ese es el motivo por el que nuestras obras individuales se aprovechan del esfuerzo de los otros. Todo lo que cada uno realiza, afecta a la bondad o a la maldad del conjunto, de la comunidad. Por ello los cristianos nos alegramos sobremanera de la gran cantidad de instituciones eclesiales que se distinguen por el servicio al bien común: defensa de la vida, atención a las familias vulnerables, búsqueda de soluciones para viviendas, preocupación por la educación en general y dedicación preferente a los niños y jóvenes de familias inmigrantes, el compromiso con los ancianos y los que viven soledad, las visitas a los enfermos y la lucha contra los malos tratos… Todo un elenco de aspectos que cuestionan, si no nos implicamos, nuestra cómoda forma de vivir la fe. Por otra parte, al sentirnos comunidad, cualquier realización la contemplamos como propia y nos felicitamos de sus éxitos o lamentamos sus desgraciadas consecuencias.

Esta larga reflexión me viene a cuento cuando oigo hablar de disyuntivas a los mismos católicos: o rezamos o actuamos, o propuestas para cuidado y embellecimiento de lugares y actividades de culto o proyectos sociales. O adquisición de un órgano para la catedral o proyectos para personas pobres o con dificultades. ¿Por qué no hablamos y practicamos la conjunción copulativa que une y no diferencia; que acerca y no confronta? Como respuesta a las palabras de Jesucristo tenemos los escritos del apóstol Santiago, de san Juan Crisóstomo o de tantos que a lo largo de la historia han dado su vida por los más necesitados pero hemos de aprender que todo es obra de la comunidad y ésta acepta en su interior todo lo que contribuye a considerar a Dios como el centro de la existencia y al prójimo como la consecuencia más clara y exigente de nuestra fe.