Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En las catequesis sobre la familia completamos hoy la reflexión sobre los niños, que son el fruto más bonito de la bendición que el Creador ha dado al hombre y a la mujer. Ya hemos hablado del gran don que son los niños, hoy tenemos que hablar lamentablemente de las «historias de pasión» que viven muchos de ellos.

Numerosos niños desde el inicio son rechazados, abandonados, les roban su infancia y su futuro. Alguno se atreve a decir, casi para justificarse, que fue un error hacer que vinieran al mundo. ¡Esto es vergonzoso! No descarguemos sobre los niños nuestras culpas, ¡por favor! Los niños nunca son «un error». Su hambre no es un error, como no lo es su pobreza, su fragilidad, su abandono —tantos niños abandonados en las calles; y no lo es tampoco su ignorancia o su incapacidad—; son tantos los niños que no saben lo que es una escuela. Si acaso, estos son motivos para amarlos más, con mayor generosidad. ¿Qué hacemos con las solemnes declaraciones de los derechos humanos o de los derechos del niño, si luego castigamos a los niños por los errores de los adultos?

Quienes tienen la tarea de gobernar, de educar, pero diría todos los adultos, somos responsables de los niños y de hacer cada uno lo que puede para cambiar esta situación. Me refiero a la «pasión» de los niños. Cada niño marginado, abandonado, que vive en la calle mendigando y con todo tipo de expedientes, sin escuela, sin atenciones médicas, es un grito que se eleva a Dios y que acusa al sistema que nosotros adultos hemos construido. Y, lamentablemente, estos niños son presa de los delincuentes, que los explotan para vergonzosos tráficos o comercios, o adiestrándolos para la guerra y la violencia. Pero también en los países así llamados ricos muchos niños viven dramas que los marcan de modo significativo, a causa de la crisis de la familia, de los vacíos educativos y de condiciones de vida a veces inhumanas. En cada caso son infancias violadas en el cuerpo y en el alma. ¡Pero a ninguno de estos niños los olvida el Padre que está en los cielos! ¡Ninguna de sus lágrimas se pierde! Como tampoco se pierde nuestra responsabilidad, la responsabilidad social de las personas, de cada uno de nosotros, y de los países.

En una ocasión Jesús reprendió a sus discípulos porque alejaban a los niños que los padres le llevaban para que los bendijera. Es conmovedora la narración evangélica: «Entonces le presentaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y orase, pero los discípulos los regañaban. Jesús dijo: “Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos”. Les impuso las manos y se marchó de allí» (Mt 19, 13-15). Qué bonita esa confianza de los padres, y esa respuesta de Jesús. ¡Cuánto quisiera que esta página se convirtiera en la historia normal de todos los niños! Es verdad que gracias a Dios los niños con graves dificultades encuentran con mucha frecuencia padres extraordinarios, dispuestos a todo tipo de sacrificios y a toda generosidad. ¡Pero estos padres no deberían ser dejados solos! Deberíamos acompañar su fatiga, pero también ofrecerles momentos de alegría compartida y de alegría sin preocupaciones, para que no se vean ocupados sólo en la routine terapéutica.

Cuando se trata de los niños, en todo caso, no se deberían oír esas fórmulas de defensa legal profesionales, como: «después de todo, nosotros no somos una entidad de beneficencia»; o también: «en su privacidad, cada uno es libre de hacer lo que quiere»; o incluso: «lo sentimos, no podemos hacer nada». Estas palabras no sirven cuando se trata de los niños.

Con demasiada frecuencia caen sobre los niños las consecuencias de vidas desgastadas por un trabajo precario y mal pagado, por horarios insostenibles, por transportes ineficientes… Pero los niños pagan también el precio de uniones inmaduras y de separaciones irresponsables: ellos son las primeras víctimas, sufren los resultados de la cultura de los derechos subjetivos agudizados, y se convierten luego en los hijos más precoces. A menudo absorben violencias que no son capaces de «digerir», y ante los ojos de los grandes se ven obligados a acostumbrarse a la degradación.

También en esta época nuestra, como en el pasado, la Iglesia pone su maternidad al servicio de los niños y de sus familias. A los padres y a los hijos de este mundo nuestro les da la bendición de Dios, la ternura maternal, la reprensión firme y la condena determinada. Con los niños no se juega.

Pensad lo que sería una sociedad que decidiese, una vez por todas, establecer este principio: «Es verdad que no somos perfectos y que cometemos muchos errores. Pero cuando se trata de los niños que vienen al mundo, ningún sacrificio de los adultos será considerado demasiado costoso o demasiado grande, con tal de evitar que un niño piense que es un error, que no vale nada y que ha sido abandonado a las heridas de la vida y a la prepotencia de los hombres». ¡Qué bella sería una sociedad así! Digo que a esta sociedad mucho se le perdonaría de sus innumerables errores. Mucho, de verdad.

El Señor juzga nuestra vida escuchando lo que le refieren los ángeles de los niños, ángeles que «están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial» (cf. Mt 18, 10). Preguntémonos siempre: ¿qué le contarán a Dios de nosotros esos ángeles de los niños?

 

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española venidos de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Queridos hermanos, pidamos para que nunca más tengan que sufrir los niños la violencia y la prepotencia de los mayores. Muchas gracias.

 

 

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