Fecha: 28 de abril de 2024

Estimadas y estimados, hoy me apetece explicaros una pequeña historia. Se trata de una señora a la que fui a visitar el otro día. Ella me explicaba que es una mujer creyente, a pesar de que, por circunstancias de la vida, nunca había podido recibir una enseñanza cristiana como la catequesis. Ahora, de mayor, se ha acercado a la plegaria comunitaria de la Iglesia; la disfruta y ha descubierto su profundidad humana.

Además, me quiso explicar su estancia reciente en el hospital. En medio de idas y venidas al servicio de urgencias, de pruebas médicas, y de estados de salud muy débiles, me contó una experiencia profunda. Uno de aquellos días, en un momento crítico que auguraba un desenlace poco esperanzador, giró los ojos hacia arriba, como buscando el cielo representado por el techo de la habitación, buscaba a Jesús y a sus ángeles, su presencia y su consuelo en aquel momento de incertidumbre y debilidad. Su sorpresa fue que esta vez no experimentó nada, ni ninguna luz ni ningún confort. Y durante unos segundos quedó decepcionada. Pero, un instante después y de forma espontánea, le salió del corazón esta plegaria: «Yo hoy no te veo, Señor, pero estoy segura que tú sí que me miras. Si ahora no te veo, te veré cuando sea el momento, cuando tú lo dispongas». Quizás ella, sin saberlo, estaba aprendiendo a conocer a Jesús desde la experiencia madura de la fe desnuda.

Mientras escuchaba su sencillo relato, pensaba en la importancia de esta vivencia y me preguntaba: ¿Qué nos pasa cuando dejamos de experimentar sensitivamente el acompañamiento de Jesús? ¿Cómo reaccionamos cuando nuestro interior no siente sino vacío? ¿Qué sentimos cuando la presencia de Dios se enturbia por el miedo o el egoísmo? A veces, no es tan obvio distinguir entre lo que creemos y lo que percibimos solo por las apariencias.

Nos encontramos ante el misterio de la experiencia de fe, a menudo acompañada de momentos de oscuridad. Como los discípulos que, sobre la barca, ven al Maestro durmiendo incomprensiblemente sin inquietarse ante la gran tormenta. Entonces Jesús nos pide una experiencia radical, de confianza plena en sus promesas. Y, como aquellos discípulos, nos dice: «¿Por qué tenéis miedo?, ¿aún no tenéis fe?» (Mc 4,40).

No siempre vemos con rapidez como el viento se encalma y llega la bonanza. Quizás la tempestad no acaba tan deprisa como querríamos y nos sentimos desconcertados, lejos del puerto. Es entonces cuando tenemos que aprender a distinguir entre la evidencia y la certeza, entre la prueba empírica y la fe desnuda. Se trata de un camino de madurez, de seguir adelante más allá de nuestras percepciones. Quizás Dios se esconde porque anhela nuestra respuesta valiente y libre.

También Jesús en la Cruz siente un fracaso profundo cuando deja de experimentar la dulce presencia del Padre que lo ha acompañado a lo largo de su ministerio. Su respuesta espontánea surge de unos labios acostumbrados a la plegaria de Israel, un lugar seguro donde resguardarse: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Una certeza, la de la plegaria, más segura que nuestras sensaciones. Y en ella sabemos que Dios nunca nos engaña ni abandona, y que nuestra esperanza encuentra el cimiento firme de su amor.

Vuestro,