Fecha: 6 de diciembre de 2020

Seguimos el camino del Adviento dejándonos llevar por el sueño de la fraternidad universal; un sueño que a su vez se despierta y se hace más vivo con el sufrimiento compartido que nos provoca la crisis sanitaria y social.

Y ya en camino nos alcanzan dos palabras proféticas, que han de ser escuchadas simultáneamente.

Una, nos abre los ojos a la realidad y nos da paz. Dice la encíclica “Hermanos todos” en el contexto del fundamento último de la fraternidad:

“Los creyentes pensamos que, sin la apertura al Padre de todos, no habrá razones sólidas y estables para la llamada a la fraternidad. Estamos convencidos de que solo con esta conciencia de hijos que no son huérfanos, podemos vivir en paz entre nosotros. Porque la razón, por sí sola… no consigue fundar la hermandad” (FT 272)

Es una cita de la carta encíclica de Benedicto XVI “Caridad en la verdad”. No consigue fundar la fraternidad la razón por sí sola, es decir, las fuerzas humanas. Y no es solo un pensamiento, como una opinión más que tenemos los cristianos, sino una convicción nacida de la fe pensada y vivida. Ya citábamos aquel teólogo que se preguntaba cómo era posible una fraternidad sin el reconocimiento de un padre común.

La otra palabra que escuchamos es complementaria. Creer en la fraternidad universal y construirla, supone un dinamismo y un proceso. Uno ha de hacerse hermano. Lo hemos visto en la experiencia de San Francisco. Uno se hace hermano y es fuente de fraternidad a través de un proceso que consiste en “llegar a ser profundamente pobre de espíritu”.

Estamos en el terreno de toda virtud. Toda virtud es en primer lugar un don. Y esto es lo que ocurre en la fraternidad universal. Expliquémoslo apoyándonos en la misma encíclica “Hermanos todos” y ayudándonos de la tradición.

La encíclica dedica todo el capítulo II a comentar la Parábola del Buen Samaritano, como ejemplo de conducta moral: cada uno debe acercarse al otro, aunque sea “extraño”, distinto, y ayudarle en su sufrimiento, como verdadero hermano. Pero desde muy antiguo en la Iglesia, además de este significado, vieron en la Parábola un mensaje teológico, es decir, toda una descripción de la obra redentora de Cristo.

–          El personaje anónimo que “bajaba” de Jerusalén a Jericó es la humanidad que “desciende” del paraíso a esta historia nuestra.

–          En esta historia encuentra todo tipo de sufrimientos; es víctima de maltratos y robos. Es la humanidad caída.

–          Junto a él, por su camino, pasa un levita y un sacerdote, incapaces ayudarle y sanarle; es decir toda la Ley Antigua.

–          Pero también pasa uno que se le acerca, le sana y le carga sobre su cabalgadura. Es Jesucristo, que, por su encarnación comparte camino, se hace prójimo del que sufre, se compadece de su dolor, y le cura con la palabra y los sacramentos.

–          Lleva al enfermo a la posada, es decir, la Iglesia, donde completará su curación hasta que él vuelva.

Una interpretación cierta, que antes de expresar el mandamiento de amar al prójimo, pone su fundamento. Es decir: ha sido Dios quien ha realizado antes en medio de nosotros la fraternidad, superando todas las distancias, entre Él y nosotros, entre los seres humanos divididos y alejados. Por su abajamiento, se hace prójimo, hermano nuestro, nos cura y nos da la posibilidad de vivir la auténtica fraternidad en la unidad de un solo pueblo.