Fecha: 20 de junio de 2021

Estimados y estimadas,

Muy a menudo los cristianos comunicamos una imagen de Dios como ser que todo lo puede, que todo lo sabe, lleno de capacidad y de señorío. Y es ciertamente así, como lo podemos descubrir en la tradición bíblica y eclesial. Sin embargo, es importante que afinemos en esta concepción de Dios, no sea que la entendamos desde una perspectiva puramente humana. Y para el ser humano con demasiada frecuencia el poder está relacionado con el prestigio, con la fama, con el dominio sobre los demás, con tener o ser más.

El pensamiento bíblico, en cambio, nos brinda una imagen de Dios que todo lo puede, sí, pero siempre y cuando este «todo» se encuentre en el amor. No se trata, pues, de un ser superior caprichoso, que maneja los eventos según su antojo, al estilo de las mitologías clásicas, ni de un juez que observa en todo momento a la humanidad para poder inculparla y retraerle su ignorancia o debilidad. El dominio y el autoritarismo no entran en sus planes, porque, de hecho, son la contraposición al amor. La singularidad del Dios cristiano radica en el hecho de que su «fuerza» no se manifiesta como poder dominador, sino dándose totalmente: como Amor fiel que se entrega totalmente a su criatura. Al Dios cristiano le interesa más mostrarse como Amor que como poder: mejor dicho, le interesa mostrar sobre todo el poder de su Amor.

Su apuesta es, más bien, crear hombres y mujeres libres, a imagen y semejanza de Él. Y es desde esta libertad que Dios establece la alianza con su pueblo, con la humanidad. En efecto, la alianza es signo del deseo de un Dios que no busca en su criatura un esclavo o un títere, sino un ser en plenitud que quiera amarlo libremente, con el mismo amor que el suyo. Por eso Israel condensa la Ley en el precepto capital del Shemá: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es el Único. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas»(Dt 6,4-5).

Los Evangelios expresan con una fuerza increíble esta identidad de Dios a través de la persona de Jesús de Nazaret. Su poder se mide por la búsqueda constante del bien y por el deseo de liberar hombres y mujeres de sus egoísmos y frustraciones; un poder que no cae nunca en la trampa del dominio, ni siquiera en demostraciones de su identidad o razón. Por este motivo, en Getsemaní, Jesús dice a Pedro: «¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? Él me mandaría enseguida más de doce legiones de ángeles» (Mt 26,53). Su autoridad radica en su propio anhelo de crear un mundo nuevo, de ver brillar el reino de Dios según el designio eterno del Padre. De ahí que Jesús exclame: «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!» (Lc 12,49).

Y Dios se manifiesta como un pobre, sediento de nuestro amor, perdiéndolo todo, hasta el más extremo aniquilamiento. Su potencia se expresa en la pobreza, porque, de hecho, es Él quien nos busca desde su infinitud. El encuentro de Jesús con la samaritana es un símbolo precioso. Jesús tiene sed, cosa comprensible bajo el sol de un mediodía soleado en Samaria, pero su sed apunta a la sed de ella. Por eso le dice: «El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed,pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna» (Jn4,13-14). Desvelarla, centrarla, conseguir ser el centro de su vida es lo que Jesús busca con ansia y con inteligencia, llevando el diálogo hacia donde quiere. Él tiene sed de la sed de ella, como tendrá sed de la sed de todos en la cruz, en su último suspiro. ¿Quién puede resistirse a un amor tan grande?

Vuestro,