Fecha: 3 de enero de 2021

Hace unos cinco años dudaría de utilizar este lenguaje. Entonces podría ser malinterpretado. Pero últimamente se ha producido un giro muy significativo en el ambiente y en la sensibilidad. Un giro que era de esperar y al que damos la bienvenida. Se trata del descubrimiento de la “interioridad” de la persona. Ese lugar en el que uno se siente libre, donde se es uno mismo…

Para un cristiano esto no es ninguna novedad. Al contrario, es algo fundamental. El propio Jesús hablaba en numerosas ocasiones de la interioridad, como el lugar de la autenticidad personal (especialmente cuando tenía que denunciar la hipocresía).

Estos días conviene volver a la interioridad, no solo porque la circunstancia del confinamiento así lo pide, sino porque las celebraciones de Navidad y Epifanía, como celebraciones litúrgicas, lo exigen (más allá de las formas externas).

Ya en el siglo XVI San Juan de Ávila advertía:

“La posada que Él quiere es el ánima de cada uno: ahí quiere Él aposentarse, y que la posada esté muy aderezada, muy limpia, desasida de todo lo de acá. No hay relicario, no hay custodia, por más rica que sea, por más piedras preciosas que tenga, que se iguale esta posada para Jesucristo. Con amor viene a aposentarse en tu ánima, con amor quiere ser recibido”.

(Sermón IV en la infraoctava del Corpus)

Es conocido el pasaje en el que la Sagrada Familia no hallaba posada. Aquello era un símbolo de lo que ha ocurrido siempre: no es fácil encontrar un lugar apropiado para Dios en el mundo. ¿Dónde puede hospedarse Dios, dónde puede “hacer morada”? Después de la Resurrección y Pentecostés, Dios ha querido quedarse entre nosotros en su Palabra, en los Sacramentos, en la vida de amor de los hermanos. Nosotros le podemos hallar en estos lugares y buscamos que “sean dignos” de su presencia. Y los adornamos con lo mejor que tenemos: todas las bellas creaciones humanas, materiales preciosos, el arte, los discursos y la literatura, las formas de vida eclesial, etc.

San Juan de Ávila, sin embargo, intuye que todo eso puede quedar fuera de uno mismo. Dios puede habitar entre nosotros, pero fuera de nosotros mismos, fuera de nuestra intimidad, en ese espacio exterior, donde se desenvuelve la vida de los objetos, sin que alcance nuestro corazón. Como ocurre tantas veces en nuestra convivencia, cuando las personas van pasando y sus vidas no nos afectan para nada…

Entonces el santo recuerda que donde mejor se halla Dios es en nuestro interior, lo escondido donde solo la mirada del Padre alcanza (cf. Mt 6,4), donde no podemos disimular, donde somos más auténticos. Ese lugar que llamamos “el corazón”. Por tanto, nuestro compromiso es el de “aderezar” esa morada, como decían los antiguos. Limpiar, arreglar, ornamentar el corazón, vaciarlo de todo lo superfluo, abrir y ofrecer a Dios el espacio más amplio, el centro, el lugar más importante, es decir, su lugar, el que le corresponde.

Es toda una tarea de amor, tanto preparar el lugar, como acoger a quien desea habitar en él.

Iniciamos un Año Nuevo. Si recibimos esa gracia, uno puede pensar y desear que todo lo que construyamos a lo largo del año tendrá una buena fuente, unas buenas raíces. Al menos, que sea un sueño y una esperanza.