Fecha: 26 de abril de 2020

Cuando los discípulos escucharon por primera vez el anuncio de la Resurrección de Cristo, su reacción fue de duda e incredulidad. La noticia era tan inesperada y sorprendente que se resistían a creer a quienes se la anunciaban. Las posteriores apariciones desencadenaron en ellos un proceso por el que fueron recuperados para la fe. A partir de entonces esa fe que antes de la pasión, aun siendo verdadera era débil e inconstante, se vio fortalecida hasta el punto que no les importaba sufrir y dar la vida por testimoniar la verdad de lo que había acontecido y ellos mismos habían visto.

La experiencia de haber convivido con el Señor antes de su pasión, pero sobre todo de haberlo visto resucitado, y la fe compartida es lo que está en el origen de la Iglesia. Los mismos que en la pasión habían abandonado a Jesús y se habían escondido y dispersado por miedo, se reúnen de nuevo. La Resurrección de Cristo, además de recuperar a los discípulos para la fe, supuso la reconstrucción del grupo como comunidad de los creyentes. La fe compartida por aquellos que se habían encontrado con el Resucitado es el vínculo que les unía, que convirtió a los seguidores de Jesús en comunidad de creyentes. Entre ellos habría diferencias, como en todo grupo humano, pero en la comunidad nacida de la Pascua, la fe que los une es tan fuerte y fundamental que convierte las diferencias en algo secundario e impide que lleguen a divisiones. Esto debería ser también lo normal en la vida de la Iglesia: que para los cristianos la fe fuera tan importante que las diferencias legítimas que pueda haber entre nosotros, nunca tengan fuerza para dividirnos. Si ocurre esto nos tendremos que preguntar si no estaremos convirtiendo lo que es secundario en algo fundamental y lo que debería ser fundamental lo rebajamos a algo marginal.

La fe compartida lleva a una misma misión. Desde el primer momento, la vivencia de esa misión con autenticidad, con convicción y sin miedo a sufrir por ella (nunca a hacer sufrir a los demás) es lo que caracteriza la Iglesia nacida de la Pascua. La fe se tiene para anunciarla, y una fe que no es anunciada y testificada acaba muriendo. Un elemento constante en los relatos de las apariciones es que desembocan de lleno en la misión, la cual tiene un carácter personal: María Magdalena y las mujeres que con ella fueron al sepulcro y son las primeras en ver al Señor, fueron enviadas a comunicar la noticia a los discípulos. En un segundo momento la misión adquiere una dimensión universal: el Señor, con el poder que le ha sido dado, envía a los apóstoles a todo el mundo a anunciar la buena noticia de la salvación para los que crean en Él. Cuando la Iglesia, en obediencia al Señor, cumple su mandato, está viviendo la Pascua.

La celebración de la Pascua de este año está marcada por la situación que estamos viviendo. De hecho, muchas celebraciones que habitualmente tenemos durante este tiempo, como las primeras comuniones o la administración del sacramento de la Confirmación, van a tener que aplazarse para otro momento. Que esto no mate nuestra fe y testimonio, sino que los fortalezca.