Fecha: 27 de diciembre de 2020
En la Jornada de la Familia que anualmente celebramos en este tiempo de la Navidad ponemos los cristianos la mirada en la Sagrada Familia, la formada por Jesús, María y José; la tenemos como modelo de actuación para nuestras propias familias en el amor, en el respeto a la dignidad de los otros, en la gratuidad del servicio y ayuda, en el valor de la vida y de la educación de los miembros de la misma. Sobre todo en la cálida intimidad con el Padre Dios.
La Iglesia ha valorado mucho la institución familiar como un regalo de Dios a la humanidad y como la primera sociedad natural, titular de derechos propios y originarios y la sitúa en el centro de la vida social. Decía el Concilio Vaticano II que la familia es la célula primera y vital de la sociedad; es una institución divina, fundamento de la vida de las personas y prototipo de toda organización social.
A nuestro nivel diocesano nunca nos cansaremos de valorar la familia y de agradecer todo el servicio que presta a la actividad evangelizadora de la Iglesia y a la cohesión social. Esto mismo unido a la percepción tan positiva de todos, incluso de los miembros más jóvenes, nos anima a insistir en reconocer la importancia fundamental que tiene para nuestra sociedad; la de ahora y la del futuro, tanto en las crisis económicas y sociales como en los momentos de bonanza y expansión.
En esta Jornada cada año se resalta un aspecto de la institución familiar. En 2020 se ha centrado la atención en los abuelos de las familias y se le ha dado un título que no tiene nada de exagerado, “Los ancianos, tesoro de la Iglesia y de la Sociedad”.
Me conmueve cuando un personaje famoso del deporte o de la canción, con tanto arrastre popular, cuenta su historia personal y recuerda alguna anécdota relacionada con sus abuelos a los que ensalza o admira; algunos de ellos lo hacen con lágrimas que expresan ternura y gratitud. Porque nuestros abuelos forman parte sustancial del crecimiento y del amor que hemos recibido. Les debemos mucho no sólo por los obsequios materiales sino sobre todo, por sus palabras, llenas de sabiduría; por sus gestos, llenos de cariño; por sus deseos, repletos de esperanza, honestidad y ansias de ver cumplidas nuestras expectativas personales y profesionales.
Reconocemos con agrado la actitud de los abuelos. Forman parte indiscutible de la familia más íntima y cercana. Aunque no vivamos bajo un mismo techo, de ningún modo desaparece el vínculo. Nos agrada visitarles en sus domicilios, que nos inviten a comer, que nos acompañen al colegio, que nos reserven un pequeño ámbito dentro de su espacio vital. Y ellos disfrutan de nuestra compañía, de nuestras ocurrencias, de los éxitos escolares; también lamentan nuestros fracasos y miedos, nuestras dificultades y nerviosismos. Todo contribuye al crecimiento y a la colaboración mutua.
A los muchos deberes que imponemos a los abuelos, me atrevo a pedirles uno más: que no olviden su dimensión religiosa y que ayuden a sus nietos a rezar, a vivir con autenticidad cristiana los sacramentos de la iniciación, a acercarles a Jesucristo, el Señor de todos.
Termino con unas sugerentes frases de la Palabra de Dios: “Álzate ante las canas y honra al anciano” (Levítico) ¡Qué bien sienta a los ancianos la sabiduría, y a los ilustres la reflexión y el consejo”. “Hijo, cuida a tu padre en su vejez y durante su vida no le causes tristeza” (Eclesiástico).