Fecha: 12 de junio de 2022

En una situación cultural, en la que social y legalmente se reconocen el aborto y la eutanasia como “derechos” que deben ser protegidos, y se aprueban leyes inspiradas en antropologías que absolutizan la voluntad humana, a menudo nos podemos encontrar ante conflictos de conciencia entre lo que las leyes aceptan o promueven y las exigencias de la propia conciencia moral. En estos casos, el creyente está llamado a actuar desde la libertad que nos ha sido regalada en Cristo, sin dejarse intimidar por las consecuencias que puedan derivarse de su fidelidad al Señor. Al obrar de este modo, el cristiano está dando un auténtico testimonio de la fe, que no consiste en hacer sufrir a los otros por la verdad, sino en estar dispuesto a sufrir por ella.

Esto implica que moralmente no se puede prestar una colaboración directa a aquellas acciones que tengan como objetivo la eliminación de una vida humana ni en su comienzo ni en su fin. En caso de que se pida una acción que, sin tener como objetivo inmediato o consecuencia próxima la eliminación de la vida humana, pueda indirectamente posibilitarla, debe evitarse en la medida de lo posible. Cuando esto no lo sea, debe quedar clara la absoluta oposición personal a estas prácticas. No se trata únicamente de colaboración material. A un cristiano tampoco le es lícito colaborar intencionalmente, aconsejándolas o aprobándolas, aunque se abstenga de toda colaboración material. En estos casos la objeción de conciencia es un deber moral. Las instituciones católicas deben también oponerse a que en ellas se realicen estas acciones y no pueden colaborar para que aquellos que quieran practicarlas lo puedan hacer en centros no católicos estableciendo, por ejemplo, convenios con ellos para derivar a quienes lo soliciten. Es lo que se conoce como objeción de conciencia institucional.

Dado que el estado debe proteger el derecho a la libertad religiosa, debería reconocer el derecho a la objeción de conciencia de las personas e instituciones en estos casos. La elaboración de registros de objetores para dificultar el ejercicio de este derecho constituye una amenaza a la libertad de conciencia. En cualquier caso, allí donde legalmente se requiera, los católicos debemos ser coherentes con las exigencias de nuestra fe.

Nos encontramos también con leyes inspiradas en ideologías que todo lo hacen depender de los deseos y de la voluntad humana: la concepción de la propia identidad y las normas morales que cada cual determina para sí mismo. Con la intención de evitar actitudes de odio o de desprecio hacia los demás por su condición personal, se difunden y se promueven estas ideologías en los programas y centros educativos mediante leyes que tienen un carácter coercitivo. El deber de los cristianos de respetar la dignidad de cualquier ser humano, de amarlo como un hermano y de apoyarlo en cualquier circunstancia de la vida, no implica la asunción de principios contrarios a la visión cristiana del hombre. Los católicos, comenzando por los padres, tenemos el derecho y el deber de oponernos a estas ideologías y de intentar que no se difundan en los centros educativos, especialmente en aquellos que tienen una identidad cristiana.

Tomar las decisiones para cumplir estos deberes morales requiere a menudo el don de fortaleza. Quien no se deja vencer por el miedo llega a descubrir la verdadera libertad que únicamente se encuentra en Cristo.