Fecha: 6 de marzo de 2022

No hace falta poner ejemplos actuales de la vida real para mostrar que, en efecto, vivimos en la Iglesia tiempos de pérdida y despojo. Nos adelantábamos a la Cuaresma, y añadíamos esta cualificación, “tiempos de desprendimiento”, aludiendo ya a la actitud personal que ha de acompañar al hecho de ver la Iglesia empobrecida y disminuida.

Pero antes de llegar a vivir esa actitud, conviene dar algunos pasos.

El primero, es analizar de dónde vienen esos hechos que despojan a la Iglesia.

El segundo, dilucidar qué sentido tienen en nuestro camino eclesial (y personal).

El tercero, como consecuencia, decidirse a adoptar las actitudes necesarias para vivir profundamente ese sentido.

En definitiva, se trata de realizar un ejercicio de discernimiento en el Espíritu sobre la vida real eclesial. Discerniendo la llamada que nos hace Dios hoy. Con ello, evitamos caer en el error de responder casi “automáticamente” a los problemas con criterios no reflexionados, con prejuicios, a veces con intereses ocultos, como se acostumbra a hacer en el mundo mediático e incluso entre nosotros.

Algunas de nuestras pobrezas y sufrimientos nos sobrevienen “desde fuera”, es decir, su origen no está en nuestro error o nuestro pecado. Hay personas y grupos que acechan contra la Iglesia, por ideología o por interés político o económico… Hay hechos que nos empobrecen y nos hacen sufrir, que Dios permite, en su providencia educativa. Son “pobrezas pasivas”, como diría el teólogo y obispo Bruno Forte.

Precisamente este año, el correspondiente al Ciclo C, el Primer Domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio de San Lucas, que inicia el relato de Jesús tentado en el desierto, diciendo:

“Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y durante cuarenta días el Espíritu le fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo (Lc 4,1)

Estas palabras siempre nos sorprenden. Jesús acaba de ser bautizado en el Jordán, el Padre ha declarado su amor sobre Él, está lleno del Espíritu… Se espera, por tanto, que comience a vivir momentos de esplendor. Sin embargo, ese mismo Espíritu, el amor proveniente del Padre, le lleva al desierto, el lugar menos glorioso, el lugar de la soledad, del vacío, del hambre y la pobreza. Así como a Jesús le sobrevino como hombre aquel momento sublime de comunicación de amor en el Jordán, así le ha sobrevenido esta otra situación de abandono y soledad. Parece una radical contradicción: ¿es el mismo Padre, es un mismo amor el que mueve a una acción y a otra?

No nos consta que pasase por la mente del hombre Jesús esta pregunta. Pero a la vista de su actuar sucesivo, conociendo lo que llamamos su vida pública según narran los evangelios, la respondió afirmativamente de una manera profunda y radical: sí es el mismo amor al Padre el que me lleva al desierto, para que allí le responda creyendo, esperando y amándole.

Como tal Hijo único del Padre no necesitaba realizar esta experiencia. Pero allí no estaba únicamente como tal, sino como hombre, representando a toda la humanidad. Estaba allí con nosotros y por nosotros. Con nuestros desiertos y por nuestra gloria.

Una primera conclusión hemos de extraer. Las pérdidas, el despojo, que sufrimos en la Iglesia, quizá sea el desierto particular al que nos lleva el Espíritu. Quizá en él espere nuestra respuesta.