Fecha: 19 de abril de 2020

¿Para afrontar las crisis personales y sociales es indiferente el hecho de que Jesucristo haya resucitado? En otras palabras, ¿las personas afrontan igual las crisis si creen o no en Jesucristo resucitado? A la hora de trabajar y luchar para superar las crisis, ¿cambia algo creer o no en la Resurrección de Jesucristo?

Respondemos: sí y no.

Jesucristo resucitó muertos, como a su amigo Lázaro o al joven hijo de la viuda de Naín, o a la hija de Jairo, jefe de la Sinagoga. En cada caso el gesto de Jesús despertó una gran admiración, un entusiasmo e incluso una alabanza a Dios. Parece que Jesús se manifestaba aquí como el médico y la medicina que necesitamos, no solo nosotros, sino toda la humanidad. Sin embargo, todos estos personajes volvieron a morir. La muerte, en efecto, seguía siendo la “dueña” de nuestra existencia. Nadie ni nada se escapa de sus garras.

Algunos creen que la ciencia y una adecuada organización social lograrán, algún día, que la muerte no domine nuestra existencia… Un pequeño consuelo. Recuerdo la confidencia de un funcionario de prisiones. Me dijo que lo peor de su oficio era ver que jóvenes delincuentes vinculados a la droga salían de la prisión al cumplir la condena y que al verles, sentía por dentro unas ganas incontenibles de decirles: “hasta luego”, “eres libre de estas paredes, pero la droga sigue siendo tu dueña”. Porque la libertad no está en las paredes, ni tampoco en las medicinas que ayudan a no caer, sino en el corazón libre, que decide sobre la forma de vivir, sabiendo qué y quién al final “acaba mandando”, quién tiene la última palabra.

Curar un enfermo, salvar un moribundo, es maravilloso. Despierta en todos admiración, agradecimiento y un sano orgullo ante una humanidad que ha avanzado tanto. Es uno de los servicios a la humanidad más valiosos y dignos de elogio. Pero no pasa de ser un episodio, una salvación provisional: la muerte acabará, como en todos, mandando sobre él. Uno piensa: ¿no será más importante saber para qué seguimos viviendo (cuál es el destino definitivo) y, en consecuencia, cómo seguimos viviendo?

Por cierto. Esta cuestión es tan importante que está en la base de la gran discusión sobre la eutanasia. Quienes la defienden responden: “no vale la pena que esta persona siga viviendo, ¿para qué?, ¿qué calidad de vida le espera?” Piensan en efecto que la cualidad de vida es el bienestar y que al final la muerte sigue mandando, tras ella no hay más que “la nada”.

Quienes defendemos la vida hasta su fin natural decimos: un segundo de amor, vivido en la situación que sea, vale infinitamente, tiene sentido incluso más allá de la muerte física. Porque quien amó perfectamente (y por eso mismo), murió, le mataron, resucitó y vive para siempre. Creemos que Jesucristo desde su Resurrección ilumina toda nuestra historia, la que sufrimos y la que desarrollamos al servicio de los demás.

Esta es la diferencia. Todos trabajaremos para curar y devolver la salud a quien sufre. En cierto modo haremos lo mismo que tantas personas de buena voluntad. Pero cambia mucho saber cuál es el valor de la persona enferma y cuál el valor y el sentido del trabajo que se hace en su favor. Uno y otro valen tanto como el amor resucitado en Cristo. Ni los fracasos, ni el pecado, ni la muerte podrán vencer ese amor.