Fecha. 4 de junio de 2023

Estimadas y estimados. De todos es conocido el pasaje de Las Florecillas de San Francisco de Asís. Francisco quiere mostrar al hermano León cuál es la verdadera joya evangélica. La conclusión que propone el santo es motivo de reflexión y de conversión para los cristianos de todos los tiempos: «Por encima de todas las gracias y todos los dones del Espíritu Santo, que Cristo concede a los amigos, está el de vencerse a sí mismo y, voluntariamente, por amor, soportar trabajos, injurias, oprobios y desprecios».

Más allá de discusiones históricas, nos fijamos hoy en la riqueza de su enseñanza. Este nos acerca a la línea central de las catequesis evangélicas: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5,11-12). No es difícil averiguar que esta lógica evangélica supone un cambio radical en nuestra forma de pensar y actuar. En efecto, el ser humano está acostumbrado a valorarse y alegrarse de aquellas circunstancias favorables que le permiten saborear el acierto, el éxito, los reconocimientos de los demás. Experimentar el fracaso no entra en los planes de felicidad, algo que, por otra parte, es normal puesto que estamos llamados al encuentro y al amor fraterno.

Pero la realidad de cada día supone muchos momentos absurdos, a veces incluso injustos, que necesitan de nuestra respuesta madura. Habrá entonces que aceptar las reglas del juego evangélico y dejemos que sea Jesús, y no nuestras simples razones, quien nos ilumine. Fiarse de él y abandonarnos en sus brazos es el único antídoto para no someter la realidad a nuestra ceguera.

Tampoco Jesús debió de entender el escandaloso final de su entrega a la humanidad cuando, clavado en la cruz, pidió razones al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». (Mc 15,34). En ese momento comprendemos que la valía de su vida no se mide en las grandes obras que haya podido hacer o en la sabia maestría que haya podido ofrecer, sino en la madurez profunda de un abandono hasta el extremo: «Padre, en tus manos confío mi espíritu» (Lc 23,46).

La perfecta alegría, aquella que nunca cesa, viene de sabernos escogidos por Dios. La filiación divina es un regalo directo del Padre que nunca depende de los méritos que nosotros creemos haber ganado. Las debilidades y los fracasos son una exquisita pedagogía que nos ayudan a descentrarnos de nosotros mismos ya confiar únicamente en la misericordia del Padre: «Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo» (Lc 10,20).

Estar pendientes de nuestros logros, incluso si son positivos e importantes, es preocuparnos demasiado del lugar que ocupamos. ¿Por qué no se lo cedemos a Jesús que es el centro de nuestros corazones y de nuestras comunidades eclesiales? Todos estamos invitados a la cena del Señor y es Él quien quiere ser el anfitrión, el servidor y el propio alimento. Desde la pobreza de cada uno, reunámonos para disfrutar de su presencia gratificante.

Vuestro,