Fecha: 27 de diciembre de 2020

Según lo que venimos diciendo, creer, afirmar y actuar consecuentemente la fraternidad universal, es muy difícil, quizá imposible, si no se tiene un fundamento firme, un motivo irrefutable, que la sostenga.

De hecho, las proclamas de fraternidad son muy débiles, muchas veces no pasan de obedecer a momentos de entusiasmo y se reducen a condiciones muy limitadas.

A la vista de realidades escandalosas, muchos gritan a favor de la paz, con éxito relativo (¡ojalá fueran muchos!), pero en la mente del cristiano evangelizador surge una pregunta que golpea sin cesar: “¿Cómo convencer, a quienes no creen, de que realmente somos hermanos, o hemos de serlo?”

Una de las razones que llevaron a San Francisco a representar la escena del nacimiento de Jesús, tras constatar los graves enfrentamientos entre los hermanos, era esta:

“Los hombres ya no saben lo que es la ternura del Padre, no saben lo que es Dios… Dios, el lleno de gloria, se hizohermanonuestro… Los hombres no sabían hasta qué punto Dios es padre. No podían saberlo. Era preciso que Dios les mostrara a su Hijo”

El pequeño y sencillo Francisco intuyó lo que en el concilio Vaticano II se formularía solemnemente como el principio creyente de la fraternidad universal (GS p. 24):

“Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí como hermanos”

“Paterna solicitud”, “ternura de Padre”, una sola familia… El primer efecto de la Navidad en el mundo fue crear una familia. No podía ser de otra manera. Porque la familia es el primer efecto natural del amor. Es decir, del amor encarnado en la naturaleza humana. Es el primer círculo, que rompe y supera la soledad del ser humano. Sería imposible, sería una contradicción, el amor vivido en solitario (el mismoDios es comunidad).

Jesús como hombre vivió la primera experiencia de amar y ser amado en la familia de Nazaret, en un beso de María, en el sudor y los brazos trabajadores de José, en la conversación de ambos como esposos, etc. Aunque el amor divino del Espíritu que poseía por naturaleza y que además había sido dado a María desde la Anunciación, transformó aquel amor humano en una donación sin límites ni condiciones, en al amor más puro y perfecto.

San Francisco, afirmaba que era necesario representar el nacimiento de Jesús, reproducir en figura aquella familia, “porque los hombres no conocíamos el amor del Padre”. En la Primera Carta de San Juan ya se leía que “no habíamos conocido el amor hasta que vimos el Verbo hecho carne”. La Sagrada Familia de Nazaret primero y desde ella todas las familias que se dejan llevar por su Espíritu, son auténticos manantiales de fraternidad. Más aún, son manantiales indispensables de fraternidad.

Sin miedo a equivocarnos, hemos de decir que, si en el mundo, en la política, los negocios, la cultura, el deporte, la convivencia, las relaciones internacionales, no hay fraternidad, es porque no hay familia. Es decir, porque no hay familia, que se parezca, aunque sea de lejos, a la Familia de Nazaret.

La fraternidad es posible porque fue y es posible la familia. Porque la fraternidad nace de la comunión de amor entre un hombre y una mujer, diferentes y complementarios, que se hace fecunda en el amor de los hijos. Esa fuente no se agotó, sino que sigue bien viva. En ello radica la esperanza de la humanidad.