Fecha:12 de abril de 2020

Hemos podido profundizar en “algunas noches de Nicodemo”. Le veíamos muy cercano, cuando manifestaba miedo y cuando vivía en esa zona intermedia entre la fe y el ocultamiento, en esa indecisión entre seguir abiertamente a Jesús y evitar actuar en consecuencia delante de la gente. Pero nos ha llegado un último gesto, que rehabilita a Nicodemo como testigo de una fe sincera. Junto a su amigo José de Arimatea, fue capaz de transgredir la ley jugándose la fama y el puesto en el Sanedrín, al ungir el cuerpo sin vida de Jesús con una exagerada cantidad de perfume, mezcla de mirra y áloe (Jn 19,39). El evangelista subraya que “era aquél que había ido a ver a Jesús de noche”.

¿Significa esto que Nicodemo pasó de la noche del disimulo y del miedo a la luz de la fe? ¿Contenía aquel perfume un sincero y valiente acto de fe en Cristo? ¿Mostraba así que la fe verdadera, más allá de toda debilidad humana, resucita y se manifiesta en los momentos extremos y decisivos?

Nos interesa mucho responder estas preguntas, porque el miedo ha sido y sigue siendo un gran protagonista este tiempo difícil de la pandemia y también porque esa fe de Nicodemo es hoy la fe de muchos. De manera que resulta muy oportuno plantearnos estas cuestiones en primera persona: tras la Muerte y Resurrección de Cristo ¿vemos resucitar nuestra fe, esa fe que supera los miedos y va avanzando a través del alba hacia el pleno día?; ¿esa fe que, impregnada de amor a Jesús, es capaz de ungir generosamente su cuerpo, aunque este gesto, en lo que tiene de abierta confesión arriesgue nuestra imagen pública o social?

Recordemos que la acción de “ungir” tiene en la cultura bíblica unas resonancias profundas. En el mismo Evangelio de San Juan vemos que María, la hermana de Marta y de Lázaro, había ungido los pies de Jesús con un perfume de nardo “muy caro”, cuyo aroma llenó toda la casa; y que Judas había protestado, porque ese dinero se podría haber dado a los pobres, y que Jesús respondió diciendo que se trataba de la unción de su sepultura (cf. Jn 12,3-8). Los reyes, sacerdotes y profetas eran ungidos con aceite perfumado y Jesús era reconocido como el “Ungido”, es decir, el Mesías… y la Iglesia naciente siempre vio en cada uno de los fieles bautizados, otros cristos, otros ungidos…

No sabemos cómo llegó a Nicodemo la noticia de la Resurrección de Jesús y cuál fue su reacción. Pero sí sabemos que el gesto de ungir su Cuerpo fue una acto de reconocimiento y de amor, semejante al de María, la hermana de Lázaro. La vida de Jesús, sus palabras y sus obras, había ganado el afecto y la confianza de Nicodemo. La Resurrección pudo haber significado la confirmación de la fe incipiente de Nicodemo: Dios da la razón a todos aquellos que se fiaron de Jesús y le siguieron hasta el final.

El pensamiento va más lejos. Nicodemo ungía y tocaba el cuerpo físico de Jesús. Y alguien podrá objetar que eso fue un privilegio exclusivo de los que estaban allí, desde María, la Madre de Jesús, hasta José de Arimatea. Pero no podemos evitar pensar ahora en el “Cuerpo Eucarístico” y en el “Cuerpo Místico” de Jesucristo, que Nicodemo ni siquiera podía sospechar. ¿No somos nosotros los realmente privilegiados?

Una vez conocida la Resurrección, el Cuerpo de Cristo espera ser ungido por nuestra fe, nuestra adoración y nuestro servicio a favor del Pueblo de Dios, que sigue vivo en el sacramento y en la comunión de hermanos. Eso es vivir como resucitados.