Fecha: 26 de abril de 2020

En vez de teorizar y hacer discursos, lo más conveniente para  nuestra fe cristiana, y en especial para nuestra fe en la Resurrección de Cristo, es observar los hechos y la vida. Concretamente, las vidas de personas “afectadas” por el encuentro con el Resucitado. Desde los comienzos no hubo otro camino. Primero fue observar lo que estaba ocurriendo y después, más allá de la sorpresa, dejarse interpelar personalmente.

Un joven, que se había preparado para el sacramento de la Confirmación me decía: “creo que la fe cristiana es la verdadera, pero siempre permanece la pregunta: ¿y si todo fuera un engaño construido por nosotros mismos?” Entendí que no era el momento de profundizar en cuestiones filosóficas o teológicas: esa pregunta ya tenía una larga historia… Pero me pareció más oportuno recordar cómo había sido la historia, cómo personas concretas habían llegado realmente a creer y vivir la fe en el Resucitado. El cambio experimentado en los primeros discípulos, tan dispares, tan débiles como cualquiera, tan sabios como ignorantes… Se veía claro que la Resurrección de Jesucristo era un hecho “que se imponía” desde fuera.

Pero “se imponía” sin forzar la fe, es decir, muchos no creyeron o se quedaron a mitad de camino; la presencia del Resucitado era solo a través de signos. Los signos hacían pensar, eran como una hipótesis explicativa de lo que estaba pasando.

Recordemos una anécdota significativa de Giovanni Papini en su camino hacia la fe. Parecía que Papini era buscado, tentado, por Dios a través de diferentes signos. Entre ellos destaca aquel día de Pascua, cuando visitaba a su íntimo amigo Midio, creyente, gravemente enfermo. Aunque él no creía, quiso alegrar a su amigo diciéndole: “No pienses más en tu enfermedad, Midio. Jesús ha resucitado hoy, debemos estar todos contentos”. A lo que respondió el amigo: “Jesús ha resucitado. También nosotros resucitaremos, ¿verdad?» Poco antes de morir, le llamó por primera vez por su nombre, como amigo de igual a igual: «¡Oh, Giovanni!». Y añadió Papini: “Desde ese día, mi corazón fue menos malo. Y hasta hoy rezo por él”. A esta se añadieron otras experiencias de Cristo vivo, como la fe de los sencillos o la comunidad de creyentes en una fiesta litúrgica… ¿Será verdad que la Pascua nos abre al mundo de paz y plenitud?

Los signos no son evidencias, pero despiertan el interrogante fundamental para la fe: ¿qué es esto, qué está pasando, a qué se debe este cambio, cómo es posible que esta persona o la otra recuperen ánimo, alegría, libertad, facilidad para el amor y el servicio?, ¿de dónde le viene a éste la fuerza y la valentía para hablar y dar testimonio?

El signo más elocuente de Jesucristo vivo en nosotros es el cambio interior: de él surgirán todos los gestos y acciones que hablarán por sí solos. El corazón empieza a mirar la vida de una manera nueva; y estimula todos los resortes de la persona para vivir según la voluntad de Dios.

Por eso la Resurrección es la revolución más verdadera. No porque todo cambie y todo halle su “solución”, sino porque cambiamos nosotros. La llamada primera de los primeros testigos fue a la conversión y el bautismo (cf. Hch 2,36-37) En todo caso, después nos empeñamos en que todo también cambie. Entonces, tengamos éxito o no, lo que hagamos llegará a ser igualmente signo de que Jesucristo vive en nosotros.