Fecha: 4 de junio de 2023

El punto final de nuestra vida, la de cada uno y la del mundo, será una comunión de vida en el amor, que hoy solo se vive en el cielo, en el corazón de la Trinidad. Allí se cumplirán todos nuestros sueños, allí seremos plenamente nosotros mismos, allí igualmente se realizarán los sueños de Dios sobre nosotros. Fuimos creados para esa felicidad. Grandes pensadores antiguos decían que aquella imagen de Dios que quedó impresa en la persona humana al ser creada era justamente la impronta de la Trinidad.

Contemplar la Trinidad como nuestro destino último, como el sentido de toda nuestra vida, es la mejor ayuda para vivir el presente e ir atravesando todas las vicisitudes que nos depara la vida de cada día.

El icono de Rublev es quizá el más conocido, contemplado y “orado” de todos los de la tradición ortodoxa. Fue un gran don que su autor, allá por el siglo XV, fuera capaz de “ver al Dios de Jesucristo” y expresar su contemplación en esta imagen, para que pudiéramos, también nosotros, participar de ese gozo y revivir desde lejos lo que es esa comunión del más perfecto amor… Su intención era “que los hombres que contemplen la Trinidad venzan el odio que desgarra el mundo”. El teólogo laico, nacido en San Petersburgo, Paul Evdokimov (1901-1970), a la vista de este icono entendió lo que significa la belleza, es decir, la belleza de Dios.

La mirada típica de la espiritualidad ortodoxa vio en la escena de los tres ángeles peregrinos que fueron hospedados por Abraham la visita de Dios mismo Trinidad, que pasa por delante de nuestra puerta y espera que le invitemos a entrar (cf. Gn 18,1-15; cf. Ap 3,20). De hecho conocemos la Trinidad porque el Dios de nuestra fe quiso vivir entre nosotros en su Hijo Jesucristo y permanecer entre nosotros en su Espíritu.

Los tres tienen el mismo rostro porque son iguales en dignidad, aunque con misiones y atributos distintos. En el centro vemos a Jesucristo (con los colores de la túnica y el manto propios, que representan su divinidad revestida de humanidad), a la derecha descubrimos al Espíritu Santo, divino revestido de manto verde, porque es la fuerza renovadora del mundo. La composición sugiere un movimiento que parte del Padre al Hijo y vuelve al Padre por el Espíritu. Así ocurre con el amor de la Trinidad en la historia. Por eso se pueden descubrir un círculo que engloba los tres personajes y un triángulo en su interior, que distingue e iguala las personas. La disposición de las figuras describen un cáliz: están celebrando la Eucaristía. En la Última Cena fue cuando, según San Juan, se reveló Jesús como amando hasta el extremo (cf. Jn 13,1) y dando su vida por sus amigos (Jn 15,14).

Ya decía San Agustín que en todo acto de amor distinguíamos el que ama, el amado y el mismo amor. Así en la Trinidad. Pero esa mesa eucarística que expresa la Trinidad está abierta, con una perspectiva inversa, para que quien contempla se vea invitado a entrar y participar de ese amor.

La Trinidad así representada es la expresión de aquellas palabras de Jesús ante sus discípulos mientras oraba al Padre: “que ellos sean uno como nosotros somos uno… para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (cf. Jn 17,21-23)