Fecha: 8 de marzo de 2020

El personaje evangélico que conocemos con el nombre de “Nicodemo” reviste para nosotros una gran importancia. Nicodemo es un laico, fariseo importante, magistrado judío, pero que seguía a Jesús a escondidas. Semejante a José de Arimatea, que enterró, contra la prescripción legal judía a un ajusticiado: según nos informa Juan Marín en su libro “100 personatges bíblics”, representan ambos aquella parte del judaísmo más estricto que creen en Jesús.

Lo más significativo de estos personajes es que seguían a Jesús “a media distancia”, disimulando. ¿Por miedo a las autoridades, por dudas, por cuidar la imagen?… El caso es que releyendo a Bruno Forte (”La transmisión de la fe”), hallo una cita oportuna del poeta italiano Renzo Barsacchi, en uno de sus poemas titulado “Las noches de Nicodemo”.

El Evangelio de San Juan dice que Nicodemo fue a buscar a Jesús de noche y mantuvo con Él una conversación absolutamente rica y fecunda (3,1-21). Las “noches” del laico Nicodemo debieron ser muchas. Le entendemos porque quizá son también nuestras noches; son además noches que vemos verificadas hoy en múltiples situaciones, forman parte de nuestras historias de fe.

Intentamos entrar dentro de la mente de Nicodemo, que quiere hablar a escondidas, directamente, con Jesús. Serían muchas las preguntas que deseaba hacerle. Esas preguntas serían “sus noches”, las noches que le movieron al encuentro con la luz del día.

Posiblemente una de estas noches sería lo que podemos llamar “la perplejidad”. Es decir, no acabar de entender qué está pasando en el mundo y en el Pueblo de Israel, qué significa realmente la figura y el mensaje de Cristo, respecto de la tradición judía… Por un lado, Jesús es un judío y un profeta, que demuestra con sus obras (signos) “que Dios está con él”. Por otro, Jesús llama y pide una novedad radical, difícil de aceptar desde la fidelidad a la Ley.

Nos resulta bastante fácil entender a Jesús como gran profeta. Es coherente con la tradición judía. Las obras, interpretadas como signos de un nuevo mundo, el Reino, nos parecen absolutamente aceptables y dignas de imitación, en la medida en que podemos a través de nuestras acciones y compromisos: somos, como Él, “constructores del Reino”. Así suenan muchas llamadas al compromiso laical.

La perplejidad sobreviene, como en Nicodemo, cuando Jesús desconcierta al hablar de la ineludible necesidad de un nuevo nacimiento. El diálogo con Jesús no está exento de aquella ironía tan típica del lenguaje del Evangelio de San Juan. Pero nos podemos imaginar la cara que puso Nicodemo al escuchar la respuesta de Jesús: ¿lo dices en serio?, ¿es eso posible?, ¿qué quieres decir exactamente?, ¿entrar de nuevo en el vientre de la madre?

Jesús se reafirma en lo que ha dicho: “hay que nacer de nuevo por el agua y el Espíritu”. Agua y Espíritu es el bautismo. Hay que morir y resucitar de nuevo, como nueva criatura, recién nacida, a una nueva vida.

Si esto aún sigue dejándonos perplejos, si vivimos nuestra fe y la predicamos obviando esta respuesta de Jesús, es que no le hemos entendido. Quizá Nicodemo siguió tras Jesús, aun sin entender demasiado. Hoy, sin embargo, no tenemos excusa para nuestra ignorancia.