Fecha: 23 de octubre de 2022

Uno de los efectos más liberadores y satisfactorios de sentirse llamado es notar que “mi vida sirve para algo”, “que estoy aquí porque se espera algo de mí…”. Todo lo contrario de aquella sensación, puerta de profundas tristezas y depresiones, que sobreviene cuando uno siente que nadie espera algo de nosotros, de nuestro trabajo o de nuestro esfuerzo.

Todas las llamadas que escuchamos de Dios contienen una misión. Siempre somos llamados “para algo”. Así, cuando Jesús, al final de sus días en la tierra, nos dice “Id y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas” (Mt 28,18), “proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15), “como el Padre me ha enviado, así os envío yo” (Jn 20,21), “seréis mis testigos hasta los confines del mundo” (Lc 24,48), estaba otorgando una tarea a sus discípulos, es decir, a toda la Iglesia. Y esa tarea llenaba de sentido las vidas de todos y cada uno de los creyentes y del conjunto del Pueblo de Dios.

Es muy importante que profundicemos en el vínculo inseparable que hay entre la misión y la vocación, especialmente cuando recordamos cada año, en la celebración del Domund, a tantos hermanos que están entregando sus vidas como misioneros. Alguna vez hemos sido testigos de interpretaciones falsas, y también maliciosas (efecto de aplicar la sospecha interesada) de opciones realizadas por cristianos a favor de determinadas tareas. Como aquel que decía que los misioneros, en realidad, eran gente que le gustaba la aventura, o que no eran más que agentes voluntarios de ONGS, movidos por la compasión y el deseo de cambiar el mundo…

Esta forma de pensar olvida que el auténtico misionero está ahí porque ha sido llamado. Que en su historia de diálogo con Jesús, vivió un momento intenso de conciencia de tener que responder generosamente a la generosidad con la que Jesús le había tratado; y que, habiendo tenido la posibilidad de triunfar en la vida ganando dinero y prestigio, se complicó la existencia para transmitir la fe allá donde Jesús no era conocido.

Jesús, como hombre, cuando volvía en oración al Padre se sentía reconfortado con su amor, mientras recuperaba la conciencia de su misión de ser enviado para salvar el mundo. Él mismo, dirigiéndose a nosotros, nos dijo: “como el Padre me ha enviado, así os envío yo”. Nosotros al escucharle nos sentimos reconfortados: ¡Él me necesita, me ha llamado a continuar su misión en el mundo, se fía de mí, me encarga una tarea, que es suya!…

Nadie en la Iglesia podrá decir que no va con él esta experiencia; nadie podrá afirmar que no tiene nada que hacer en relación con la misión. Toda la Iglesia es misionera y todos en ella somos enviados a hacer discípulos y bautizar.

Algunos han tenido el don de vivir esta llamada tan intensamente, con tal claridad, que entendieron que Jesús les necesitaba en la frontera, allá donde aún no es conocido ni creído. Estos son hermanos nuestros y su entrega es también nuestra. Así que conocerles y ayudarles es nuestro compromiso. Al menos por esta vía estamos libres de la tristeza de “no poder hacer nada, no ser llamados a nada”, pues en comunión con ellos siempre nos podremos sentir útiles para la misión.