Fecha: 13 de septiembre de 2020

Mi anterior comentario pretendía crear cierta normalidad llamando a la esperanza en un inicio de curso atípico. Ahora quiero insistir en estas líneas en la importancia del factor comunidad para el desarrollo y crecimiento de la fe de los católicos. Aprendimos desde la infancia que nuestra responsabilidad eclesial y social se basa en la propia libertad individual que se potencia cuando abrimos nuestro corazón y nuestra vida al servicio de los demás. Aceptamos la fe en el bautismo, fuimos educados en la misma por los padres, sacerdotes y catequistas. Entendimos que la lucha de cada día se da contra el egoísmo, el individualismo, la cerrazón mental contra los diferentes, la acumulación indisimulada de bienes, la despreocupación hacia los débiles y excluidos.

Hablamos del ser humano en las dos dimensiones como racional y relacional. Fijaría mi atención en la segunda característica. El hombre no vive solo. Desde su principio necesita del otro para la supervivencia. Uno piensa en los padres para las primeras necesidades, en los maestros para la incorporación al entorno cultural o en los amigos y conocidos para nuestra propia socialización. Crecemos siempre acompañados por otros que nos ayudan, nos orientan y nos abren a un compromiso para que devolvamos lo que gratuitamente hemos recibido. Es como una cadena con infinidad de eslabones que componen la historia de nuestra propia sociedad. En el último tramo cada uno de nosotros siente la obligación de construir un mundo más habitable, más justo, más solidario que no será posible si no contribuimos nosotros con todas nuestras fuerzas en este momento y en esa dirección, cediéndolo mejorado a las generaciones venideras. Como dice el papa Francisco a quienes deseen leerle en la encíclica Laudato Sí’ que debemos procurar por el cuidado tanto de la casa común como de los sujetos que la habitan.

Los cristianos mientras vivimos en la sociedad compartiendo sus alegrías, esperanzas y sufrimientos, al mismo tiempo participamos y somos una comunidad. Nuestro comportamiento debe ser más exigente por compromiso personal y por ejemplaridad hacia los demás. Así lo llevamos inscrito en nuestro ADN; nos llamamos hermanos, seguimos las palabras y mandatos de Jesucristo, el hermano mayor, que nos muestra el amor de nuestro común padre Dios y nos pide amar hasta el extremo a todos nuestros semejantes. Para evitar huidas al universo o generalizaciones vacías de contenido, sin caer en la formación de un grupo cerrado, os pido que concretéis vuestro cariño y vuestra dedicación a la comunidad en la que estáis viviendo y creyendo. Con quienes escucháis la Palabra y celebráis el misterio de Cristo. Él os concederá un corazón grande para amar a todos, sin exclusiones de ningún tipo, sin barreras que separan, sin descalificaciones que pisotean la dignidad del otro.

El cristiano es aquel que no está nunca tranquilo cuando ve el sufrimiento del hermano. Que sabe consolar y acompañar. Que dedica parte de su tiempo y de sus facultades a dar sentido y felicidad a los demás. Es aquel que se olvida de sí mismo y sabe compartir. Que se empeña en que su comunidad sea muy acogedora y no duda en ofrecer a los demás el gran regalo de la persona de Cristo, quien le alimentará, le acompañará y, al final de su vida, le juzgará. (Mt. 25).

En este curso nuestra comunidad diocesana necesita del esfuerzo general para perfeccionar y presentar el Plan Pastoral que, entre todos, elaboramos el curso anterior. No sobra nadie para ejecutar este desafío evangelizador. Si así lo hacemos, podremos generar una sensibilidad especial para apreciar nuestra comunidad y la sociedad en su conjunto.