Fecha: 10 de abril de 2022
En los tiempos que vivimos en la sociedad presente y en la Iglesia, no faltan voces que nos llaman a fortalecernos. ¿Hay algo más normal que adquirir fuerzas para hacer frente a crisis y acosos contrarios? Con toda lógica, la debilidad que muestra la Iglesia y domina la civilización occidental (la democracia, la afirmación de los derechos humanos, la vigencia de valores) ha de ser vencida mediante el llamado “empoderamiento”. O mediante la asunción de “las fortalezas” y posibilidades a la que nos invitan los consejeros psicológicos.
Algo tiene que ver, pero no sé si esta llamada forma parte, sin más, del núcleo de nuestra fe que celebramos, es decir, del Misterio Pascual.
El caso es que esta celebración tiene un prólogo, la entrada de Jesús en Jerusalén. Para muchos esta entrada significaba un auténtico “empoderamiento” de Jesús, semejante a un mitin político en plena campaña electoral. Pero en esta escena hay un detalle que merece ser considerado.
Es bastante conocido el libro de Andrea Riccardi “La Iglesia arde. La crisis del cristianismo hoy: entre la agonía y el resurgimiento”. El autor, tras exponer sin tapujos las crisis de la Iglesia, concluye su discurso citando a un místico y poeta, Turoldo, que oraba así:
“Señor, vuélveme a la infancia… haz que vuelva al sabor autentico de las cosas, al gusto del pan y del agua. El tiempo ha limitado los sentidos hasta hacerlos impasibles… Sálvame de la indiferència, de este anonimato del hombre adulto… Sálvame del color gris del hombre adulto y haz que todo el pueblo quede libre de esta senilidad del espíritu. Devuélveme la capacidad de llorar y de alegrar-nos: haz que el pueblo vuelva a cantar en tus Iglesias”
El pensamiento me lleva inevitablemente a la escena que hemos mencionado, de la entrada de Jesús en Jerusalén, donde es aclamado como Rey y Mesías. Porque San Mateo señala que, ya en el Templo, de donde había expulsado los mercaderes y había curado a ciegos y cojos, había una significativa presencia: unos niños, que gritaban y aclamaban
«¡Hosanna al Hijo de David!» Pero, cuando los sumos sacerdotes y los escribas, al ver los milagros que había hecho y a los niños que gritaban en el templo, se indignaron y le dijeron: «¿Oyes lo que dicen estos?». Y Jesús les respondió: «Sí; ¿no habéis leído nunca: “De la boca de los pequeñuelos y de los niños de pecho sacaré una alabanza”?». (Mt 21,15-16)
Sumos Sacerdotes y Maestros de la Ley frente a niños, la queja adusta frente a la alegría espontánea de quien ve la presencia salvadora de Dios, el interés por el poder frente a la inocencia de corazón. Según muestra la respuesta de Jesús citando el Sal 8,3, son los mismos niños, que cantan admirados ante la belleza de la creación, los verdaderos sabios (cf. Sb 10,20), los que entrarán en el Reino de Dios (cf. Mt 18,3)
Hace falta tener una cierta alma de niño para cantar y bailar, llevando un ramo de olivo, en procesión, delante de Jesús. Pero ante Jesús puede ser un signo de verdadera fe. Frente a la “senilidad del espíritu”, la insensibilidad y el hieratismo que disfrazan orgullo, autosuficiencia, rigorismo, dureza de corazón, es decir, auténticos muros que impiden acceder al acto de fe en Jesucristo.
En tiempos duros, en pleno sufrimiento, volvemos a la “infancia espiritual”, que nada tiene de debilidad, pero sí de sensibilidad hacia lo verdadero y lo bello de Jesús, que entusiasma e invita al abandono confiado, hasta el canto y el clamor agradecidos.