Fecha: 13 de marzo de 2022

Interpretamos los sufrimientos del presente como una experiencia de despojo, de empobrecimiento y disminución de facultades y posibilidades, en todo sentido. Una experiencia que podemos englobar con la imagen de “desierto”. De la mano del evangelio de San Lucas, nos vemos legitimados a pensar que el Espíritu nos lleva a ese desierto. No podemos precisar si lo que vivimos es efecto de una acción directa del Espíritu, o algo que el Espíritu de Dios permite, para que sepamos darle respuesta en medio de ese sufrimiento.

Fijándonos solo en acontecimientos que afectan a toda la humanidad y que no podemos considerar lejanos, a la crisis global de la pandemia, se ha añadido la tremenda tragedia de la invasión de Ucrania y la guerra claramente injusta.

Como todos los que ocurren en nuestra vida, también estos hechos han de ser vividos según el Espíritu. Así, vemos que, entre el despojo y las privaciones que vivimos en este desierto, hemos de reconocer que nos han sido arrancadas la paz–tranquilidad y la seguridad. Un primer paso indispensable para acertar en el saludable camino del espíritu (especialmente en el camino cuaresmal)

Y aquí hallamos un primer reto. La paz – tranquilidad y la seguridad son dos de los valores que el optimismo y la prepotencia ingenua de la modernidad creían haber conquistado. Nos sorprende que muchos hoy todavía digan: “¡parece mentira que esto ocurra en pleno siglo XXI!” Pero, ¿quién ha dicho que hoy somos mejores que quienes se mataban a pedradas y garrotazos? Estamos ante una prueba clara de la grave confusión entre el progreso científico – tecnológico y el progreso realmente humano. Peor aún, estamos ante el error de creer que las declaraciones escritas y proclamadas en leyes o discursos son garantía de su cumplimiento, como es el caso de aquellas referentes a los derechos humanos. La ética al uso, sin una base más profunda es enormemente frágil y, por tanto, manipulable.

Esto nos recuerda el primer paso absolutamente necesario para vivir la crisis en sentido evangélico, es decir, como oportunidad de crecimiento: reconocer, aceptar y entrar efectivamente, en el desierto real.

La persona humana poseída de sí mismo, absolutamente segura de su poder, difícilmente reconocerá el desierto; menos aún lo asumirá como lugar de luz.

La pandemia, la guerra y toda una larga lista de crisis que nos rodean son golpes, que, si bien nos aturden, también nos despiertan a la realidad de lo que somos. La salud, apoyada en avances tecnológicos y científicos, la paz social, sostenida por el equilibrio de fuerzas e intereses, son bienes en sí mismos. Pero enormemente frágiles, porque se sostienen, en última instancia, sobre el corazón humano, realmente frágil, enfermo de egoísmo y orgullo, desequilibrado e ignorante…

Este despertar es la gran ocasión de comenzar a descubrir la verdad, el sentido profundo de nuestras vidas. Es la primera gran iluminación de esa luz deslumbrante propia del desierto. Una vez apartados los bienes (salud, seguridad) que, convertidos en espejismos, impiden el acceso de la luz total a nuestros ojos, sólo resta dejarnos bañar por el sol vivificante.

Este sol nos dirá quiénes somos, para qué vivimos y cómo hemos de vivir.