Fecha: 12 de febrero de 2023

La Campaña Contra el Hambre, promovida y animada por la asociación católica Manos Unidas, este año nos invita a dirigir la mirada sobre una lacra social: la desigualdad.

¿Somos sensibles a la desigualdad? Espontáneamente nos parece que desigualdad es sinónimo de injusticia y que igualdad lo es de justicia. Un buen analista debería estudiar este hecho. Porque los regímenes políticos llamados colectivistas, imponiendo autoritariamente la igualdad, han ocasionado millones de miserias, injusticias, esclavitudes y muertes. Más aún, han creado una elite de “distinguidos” que, bajo el título de guardianes de la igualdad, han llegado a ser auténticos señores privilegiados frente a una masa de iguales sometida en el pensamiento, en los recursos, en la salud y, sobre todo, en la capacidad creativa y libre. En nombre de la igualdad han generado pobreza.

Si le preguntáramos a Jesús qué piensa de esto, seguramente no nos respondería con una sola palabra. Nunca Jesús proclamó la igualdad como tal. Sin embargo no se entenderían sus palabras ni el conjunto del Evangelio si no se tiene en cuenta toda su lucha contra los muros (por ejemplo en la relación de judíos y paganos) y las pretensiones de superioridad y dominio abusivo de unos contra otros (por ejemplo los fariseos), así como su proximidad y su amor a los pobres y necesitados (por ejemplo los enfermos). El Evangelio, como desarrolló San Pablo ampliamente (cartas a los Romanos y a los Gálatas), se basa en estos supuestos básicos:

       Todos, sin distinción, somos iguales en el pecado. Ni los judíos ni los paganos, ni de una clase, nación o cultura, pueden presumir de privilegios de santidad (cf. Lc 13,4). Unos y otros, todos, han de ser salvados y justificados por el amor de Dios.

       Tanto unos como otros son llamados a creer y convertirse. Entonces reciben el mismo don de un modo absolutamente gratuito, de modo que nadie se puede vanagloriar ni encumbrarse por encima de los demás.

       De aquí nacerá una igualdad fundamental: todos hermanos por la condición común de hijos de Dios. Todos necesitados y todos agraciados por el mismo amor. Es la fraternidad – igualdad que establecen la comunión al interior de la familia, que es la Iglesia.

       Esta igualdad – fraternidad, para que sea auténtica, necesita verificarse en “vida compartida”, en actos y gestos que muestren amor concreto, también en el terreno económico y el trato social.

       Desde este foco de comunión los cristianos se abren a una fraternidad – igualdad universal, porque descubren que la voluntad de Dios, Padre de Jesucristo y creador de la humanidad, hizo a todos iguales en dignidad y todos igualmente amados por Él. Esta apertura también deberá materializarse en el trato social y en el ámbito económico.

Entra en juego, pues, la fuerza del amor concreto y abierto. Es el mismo amor, que se ha recibido gratuitamente, el que se ofrece a todos y ante nuestra mirada los convierte en hermanos y, por tanto, les hace iguales. El Papa Francisco proclama esta apertura y nos ha prometido un mensaje estimulante a la “Fraternidad Universal”.