Fecha: 1 de enero de 2023

Cada año, con ocasión de la solemnidad de Santa María Madre de Dios, entre otros impulsos, sentimos un fuerte deseo de gritar el inmenso valor del “carisma” de la maternidad. Es un clamor que nace de una doble mirada. Verlo realizado plenamente en María, la Madre de Jesús, impulsa a anunciarlo con fuerza. Verlo maltrecho y degradado en nuestra sociedad, invita a denunciar los errores, las mentiras y las crisis que lo amenazan.

La nueva reforma de la ley del aborto, que estos días viene a ser aprobada por nuestros parlamentarios y senadores, acrecienta, si cabe, ese impulso de clamar a favor de la maternidad. Sobre todo cuando se analizan los motivos que pretenden fundamentar aquella propuesta de ley.

Para muchos planteamientos feministas la maternidad es un problema molesto, una especie de piedra en el zapato. Es cierto que las circunstancias laborales no favorecen la maternidad. Pero no es la única causa, ni la más importante. La razón última de esta molestia estriba en el hecho de que la maternidad es el afecto que más vincula, en lenguaje vulgar diríamos que es el afecto que “más ata” y condiciona la propia vida (Se cumple la ley de vida: cuanto más perfecto es el amor, más vincula). Esta atadura es compensada por la naturaleza mediante el instinto materno, una de las tendencias más fuertes, que busca ser satisfecha espontáneamente. Es admirable cómo funciona esta tendencia instintiva en los mismos animales.

Pero la contemplación de María Madre de Jesús hoy brilla más que la oscuridad de la situación en que se encuentra actualmente la maternidad entre nosotros. No es el momento de dejarse llevar por la tristeza, el desánimo o la denuncia, sino de anunciar el gran regalo que tenemos los humanos en la maternidad. La crisis de humanismo, el aumento de suicidios sobre todo en la adolescencia, la violencia, el endurecimiento de la convivencia y los enfrentamientos de grupos, tienen mucho que ver con el vacío de auténtica maternidad.

Hace años leíamos el testimonio de aquel obispo tan comprometido y tan profundamente creyente que fue Helder Cámara:

“Mi madre marcó profundamente mi vida de hombre y de sacerdote. (Ante el asesinato de un poeta en Fortaleza), dijo: “No sé quién me da más pena, si la madre del asesinado o la del asesino”. Estas lecciones de sentido humano, de generosidad del alma, de comprensión de la flaqueza humana, las daba espontáneamente, sin que se notase. Las daba por el ejemplo, por la vida… Fue mi madre quien me enseñó a ser incapaz de comer solo el pan que puedo dividir con el prójimo, mi hermano. Aprendí con ella a mirar todo con ojos siempre nuevos, como si lo viese por primera vez. A tener horror a humillar o a ver humillado a alguien. A no dar lugar a los fabricantes de intrigas. A no descontrolarme en la discusión, convencido de que sólo apela a gritos y palabrotas quien necesita encubrir la pobreza de argumentos. A ver a Jesucristo en la persona del pobre. A conservar juventud de alma… Mi primera profesora fue mi madre.

[H. Cámara, Las mujeres de mi vida (1976)]

Dios dispuso que la primera y más eficaz escuela de humanidad fuera la relación con la propia madre. Un gran teólogo elevó este hecho a categoría teológica, cuando afirmaba que de él dependía la apertura a la fe en Dios. No siempre la ausencia de fe en Dios se debe a la ausencia de auténtica maternidad, pero sin duda esta carencia anuncia la muerte del hombre y de Dios.