Fecha: 29 de enero de 2023

Lo que decimos nos hace pensar que la valoración de la maternidad depende en gran medida de la experiencia personal, es decir, de la experiencia cercana de la maternidad. Por ejemplo, de la relación con la propia madre. Esta relación es una clave importante para entender a las personas, sus límites y sus valores.

Hay personas que pasan su vida “buscando, no ya a la madre (que puede ser bien conocida), sino del afecto sano y sanador del amor materno”. El sentimiento profundo de orfandad e inseguridad, el reclamo compulsivo de afecto, el afecto radicalmente posesivo… El bloqueo afectivo en el afecto hacia la propia madre… La dificultad para establecer relaciones sanas, de igual a igual, con el otro o la otra… Y, como ya hemos insinuado, incluso la vivencia de la fe en Dios…

En esto tiene mucha importancia la corporalidad, es decir, nuestra condición de ser espíritus encarnados. Porque una de las realidades humanas más corporales-espirituales es la maternidad. No hay memento en la existencia de cada uno de nosotros donde más íntimamente vivamos vinculados en el cuerpo y el espíritu que cuando existíamos en el seno materno. Una vez existimos “separados”, se abre un nuevo escenario en el que vivimos una sana tensión. Por un lado, parece que tendemos a la vida individual, autónoma, casi como exigencia. El hijo tiende a la independencia para llegar a ser él mismo. Pero al mismo tiempo pervive la tendencia a la unión. Es un momento de una prueba decisiva para el crecimiento en madurez de las personas y de su mutua relación. Ya no se tratará de estar unidos fisiológicamente, sino de mantener una unidad superior, la unidad del amor. ¡Y es el cuerpo precisamente el que nos lo permite! Eso sí, impregnado de espíritu.

Un ejemplo paradigmático es el abrazo y el beso. Menciono estos gestos para entender la profundidad y la belleza de este testimonio de la escritora poeta Begoña Abad de la Parte. Desde su sensibilidad lírica acierta a expresar su “historia” junto a su madre:

No sé si te lo he dicho:
mi madre es pequeña
y tiene que ponerse de puntillas
para besarme.
Hace años yo me empinaba
supongo, para robarle un beso.

Nos hemos pasado la vida
estirándonos y agachándonos
para buscar la medida exacta
donde poder querernos
.

Estas palabras dan por supuesto que vivimos buscando el beso, tanto de la madre, como de la hija o del hijo, como una especie de signo vivo de amor; de un amor maduro, verdadero, sano y sereno.

Además dan a entender que no siempre este beso, en el sentido de encuentro auténtico da amor, no siempre surge fácil o espontáneamente: a veces hay que “robarlo”, siempre hay que buscar “la medida exacta”, aun a costa de “empinarse” o “agacharse”, gestos simbólicos de toda una actitud de vida.

Como solemos decir (no solo la teología feminista) que Dios es Padre y también Madre (cf. Is 66,13; 49,15), podemos decir, haciendo uso de una imagen de la Tradición, “que Dios nos ha besado en Cristo”, que la Encarnación es el beso que Dios nos da “agachándose” a nuestra altura. Un gesto que tantas veces realiza la madre obedeciendo a su verdadero amor.