Fecha: 1 de noviembre de 2020

Hoy es la fiesta de Todos los Santos. Estos días, los caminos que conducen a los cementerios suelen estar más concurridos de lo normal. La Iglesia nos invita a hacer memoria festiva de los hermanos y hermanas que viven ya en la paz amorosa y sólida del Padre; y, especialmente mañana, nos exhorta a orar en la esperanza por todos los difuntos.

En el Concilio Vaticano II encontramos escrito: «La Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos de la religión cristiana guardó con gran piedad la memoria de los difuntos y ofreció sufragios por ellos, “porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados” (2Mac 12,46)» (Constitución sobre la Iglesia, 50).

Es bueno visitar el cementerio para recordar a los familiares, a los amigos y a todos los que han contribuido a hacer nuestra historia, con las cenizas de los cuales se mezclarán las nuestras. La Buena Nueva de Jesús, sin embargo, nos lleva a hacer esta visita con esperanza: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25), nos dice Jesús. Porque, como afirma san Pablo, «si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales […]»(Rm 8,11). Mientras tanto, «esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», como rogamos en la Misa.

Es bueno, por tanto, visitar el cementerio, mientras la fe ilumine el dolor y el sentimiento no ahogue la esperanza. La misma palabra «cementerio», que viene del griego, nos abre una puerta, porque «cementerio» significa «dormitorio». Y del dormitorio, uno se despierta rehecho y se encara a un nuevo día. ¿Os habéis dado cuenta de que todos los pueblos tienen cementerio? Puede que no tengan escuela ni ayuntamiento ni comercios, pero cada pueblo tiene su cementerio. No hay duda de que el pensamiento de la muerte comunica sabiduría. En cambio, las aglomeraciones de las grandes ciudades lo hacen difícil. ¿Acaso no se dice a menudo que las grandes ciudades son deshumanizadoras?

La realidad de la muerte es una buena ocasión para pensar el sentido de la vida. De hecho, cuando hablamos del sentido de la muerte queremos hablar, en realidad, del sentido de la vida. La fe cristiana apuesta por el futuro de esta vida, porque está convencida de que la identidad de la persona perdura eternamente, como la identidad de Cristo resucitado perdura con la de Cristo crucificado. Si estamos convencidos de ser eternamente lo que hemos sido, vale la pena considerar que en el tiempo de nuestra vida temporal se juega nuestra vida perdurable, porque con nuestra existencia temporal se acaba el tiempo de la peregrinación humana, o del homo viator, como le gustaba decir a Gabriel Marcel. Desde esta concepción, la muerte no es un absurdo, y la tierra sagrada de nuestros cementerios da fuerza a aquella fe «que rebaja las montañas, rellena los valles y allana el camino de la vida», según la Visita Espiritual del venerable obispo Josep Torras i Bages.

Vuestro,