Fecha: 12 de mayo de 2024

Nos dice el evangelio de san Marcos que un día Jesús, antes ascender al cielo, se apareció a los once y los envió al mundo entero, a anunciar la Buena Nueva del Evangelio (Mc 16, 15). Ésta es sin duda la misión principal de la Iglesia, es decir de la comunidad cristiana, de todos y cada uno de los bautizados.

Se trata de anunciar la Buena Noticia al mundo, la gran noticia todavía desconocida por muchos: que Dios nos ama, que ha enviado a su Hijo al mundo hecho hombre, que este Hijo ha dado su vida por nosotros, es decir por ti y por mí, y que ha resucitado y ha sido glorificado en el cielo, sentado a la derecha de Dios. Pero no fue al cielo para desentenderse de nosotros, no nos ha dejado, sigue presente porque nos ha enviado su Espíritu Santo y nos asegura: «Yo estaré con vosotros día tras día hasta el fin del mundo» (Mt, 28, 20).

La Ascensión del Señor al cielo, que hoy celebramos, es la culminación de su misión. Había venido del Padre y regresa al Padre, y encomienda a sus discípulos continuar esta misma misión suya: que todos los hombres y mujeres de la tierra conozcan al Padre. Y esto es lo que llamamos evangelización, que significa comunicar el Evangelio, la Buena Noticia, impregnar el mundo entero de la Buena Noticia.

Podríamos decir, por tanto, que la fiesta de la Ascensión es en cierto modo la fiesta de la evangelización porque es la fiesta del envío, aunque faltaba que viniera el Espíritu Santo para dar el impulso definitivo a esta misión: «Cuando el Espíritu Santo vendrá sobre vosotros recibiréis una fuerza que os hará testimonios míos en Jerusalén, en todo el país de los judíos, en Samaría y hasta los límites más lejanos de la tierra» (Hch 1, 8).

Nosotros hemos recibido el testimonio de los Apóstoles y la fuerza del Espíritu Santo. ¿Por qué, pues, nos cuesta tanto salir de nosotros mismos, de nuestras costumbres, de nuestros criterios? ¿Por qué seguimos a menudo en el «siempre se ha hecho así…» y somos incapaces de buscar nuevas formas de hacer llegar el mensaje de Jesús a los demás? ¿Acaso no nos acabamos de creer que Jesús ha resucitado y nos envía al mundo?

No es posible creer las palabras de las Sagradas Escrituras sin humildad y fe. Y éste puede que sea el problema principal del mundo actual. Nos falta fe porque nos falta humildad, nos creemos fuertes y poderosos, autosuficientes, pensamos que no necesitamos a Dios, más bien nos molesta, no necesitamos a nadie que nos enseñe lo que debemos hacer. Vamos por la vida mirando al suelo, mirando nuestros pies, nuestros intereses, y nos hemos olvidado de mirar hacia el cielo. Si lo hiciéramos descubriríamos que somos pequeños y pobres. Descubriríamos las nubes, el cielo, las cimas de las montañas, descubriríamos que hay otra Vida por encima de nosotros. La puerta de la fe es la humildad y la confianza en Aquel que nos habla en lo más profundo de nuestro corazón, digámosle: “Padre nuestro que estás en los cielos…”(Mt. 6, 9).