Fecha: 13 de marzo de 2022

En la Cuaresma debemos dejarnos guiar por el Espíritu en el desierto. «La Iglesia se une cada año, durante cuarenta días de la Cuaresma, al misterio de Jesús en el desierto» (Catecismo nº 540), lugar «espiritual» de vacío, adversidad y finitud que nos puede llevar al Dios Invisible. Jesús fue tentado en el desierto de Judea. No podemos perder de vista, camino de la Pascua, que el discípulo de Cristo es un hombre y una mujer tentado, porque es débil y sobre todo porque es libre. En el desierto, sin las cosas que nos deslumbran y distraen, captamos mejor que podríamos abandonar a Dios o menospreciarle o huir de su presencia y de su amor. Tentación no es pecado, sino signo real de libertad, de debilidad, de necesidad. La Pascua nos hace libres, sí, pero necesitamos aprender a ser libres, con la libertad de los hijos de Dios. No nos lamentemos tanto de lo mal que va el mundo, sino cooperemos con Cristo a transformarlo, empezando por dejar que su Espíritu Santo nos pueda transformar a cada uno de nosotros.

En los momentos de desierto de nuestra vida, podemos experimentar el peso y el poder real del mal en la historia humana: podríamos equivocar las opciones fundamentales de la vida, y preferir las cosas materiales, “el pan”, olvidando que la Palabra de Dios es la que hace vivir; podríamos buscar la espectacularidad vanidosa o la comodidad narcisista, arrojándonos despreocupadamente para que nos recojan; y podríamos acabar pactando y sucumbiendo a la atracción del mal, abandonando a Dios -máxima idolatría- para poseer con orgullo todo el mundo, buscando una felicidad barata, al precio que sea y de quién sea. Es en los momentos de transfiguración y de luz, que vemos más claro el camino de la fe, la grandeza de Jesús, que acogiendo sobre sí el sufrimiento del mundo y las culpas de la humanidad, muere en la Cruz para redimirnos.

La Cuaresma nos vuelve a asegurar que Cristo ha vencido al diablo por todos nosotros y, si nos fiamos totalmente del poder de su Espíritu Santo, el Defensor, podremos vencer todas las tentaciones, ya que, por el bautismo y la confirmación, poseemos las primicias de este Espíritu. Necesitamos, pues, toda la ayuda de Cristo vencedor, y todo el ejercicio cuaresmal, hasta la Pascua, para hacer el triple camino de la conversión: la oración, el ayuno y la limosna (Mt 6,1-18), tal y como la Iglesia nos lo ha recordado desde el miércoles de Ceniza. Examinémonos, pues, si rezamos lo suficiente y a menudo, con confianza y abandono en manos del Padre celestial; si seguimos a Cristo y nos dejamos iluminar por Él; si aprendemos a abstenernos de muchas cosas superfluas, para ejercitarnos en los combates más difíciles y para tener más hambre de Dios y de su amor; y si compartimos generosamente los bienes que hemos recibido para que los pobres tengan lo que necesitan. Entonces, nuestra alegría va a ser muy grande.

El Catecismo recuerda solemnemente que “quien quiere perseverar fiel a las promesas de su Bautismo y resistir a las tentaciones, velará por adoptar los medios necesarios: el conocimiento de sí mismo, la práctica de una ascesis adaptada a las situaciones, la obediencia a los mandamientos divinos, la práctica de las virtudes morales y la fidelidad a la oración” (nº 2.340). “No nos dejes caer en tentación” (Lc 11,4), nos enseñó a rezar Jesucristo: que Él nos venga a salvar en nuestras tentaciones, nos libre del mal, y nos acompañe hasta resucitar con Él.