Fecha: 18 de abril de 2021

Alguien, quizá, al escuchar lo que venimos diciendo, o sea, “que en Jesucristo resucita el ser humano, todo lo que es verdaderamente humano”, puede entenderse que la Resurrección de Jesús no es más que el símbolo del hombre victorioso, de su progreso, del avance imparable de la ciencia y de la técnica… No pocas veces oímos decir que la resurrección no es sino un estímulo para seguir luchando a favor de un mundo mejor más humano.

Esto es verdad, pero una verdad tan “pequeña” como frágil.

Hace unos días pudimos leer un artículo del experto en comunicación y asesor político, AntonioGutiérrez-Rubí, titulado “Mejor la esperanza que la utopía”. Con lucidez incidía en una cuestión de gran trascendencia, especialmente en el mundo de la política. Siguiendo a John Berger, identifica la utopía como una construcción nuestra, cerrada o acabada, que resulta muy atractiva por su sencillez y coherencia. Suele ser defendida radicalmente con palabras huecas y pretenciosas y es propuesta casi con “su manual de instrucciones”.

En efecto, las utopías llenan los discursos políticos que quieren llegar más fácilmente a la gente, deseosa de soluciones rápidas y eficaces a los problemas que sufre. Son frecuentes en políticas, así llamadas, “populistas”. Su lenguaje es radical y usan términos absolutos, de forma que provocan reacciones contrarias, igualmente cerradas. El resultado es la polarización de posturas, que hacen prácticamente imposible el diálogo y el acuerdo (hoy tan necesarios).

La esperanza, por el contrario, es una invitación a construir juntos un futuro, de por sí no prefabricado, pero que acabará siendo más común. Dice el autor:

“Esperanzas que hagan posible lo necesario. Y urgente lo posible. Si la política democrática nos desampara, para lanzarse a la lucha sin cuartel por el poder, haciendo del lenguaje político un gesto soez, de estilo vulgar, con un tono superficial o un vocabulario hiriente, si eso sucede, el fin está cerca”.

Con Jesucristo no resucita una utopía, sino la virtud de la esperanza. Como tal virtud del Espíritu irá siempre acompañada de las otras dos hermanas: la caridad y la fe. Es la esperanza en la vida eterna, que ilumina todas las esperanzas aquí en la tierra. La esperanza no utópica, que no solo abre la puerta a una vida personal más allá de la muerte, sino también a una comunión fraterna, que se puede buscar y disfrutar en este mundo, aunque imperfectamente.

Con esa esperanza se pueden construir sociedades, sistemas productivos, instituciones, políticas concretas, más compartidas, y más cercanas a la persona humana. El hecho de que estas realidades construidas con esperanza sean siempre perfectibles, no resta nada a su validez. Valdrán para seguir caminando juntos.

Para los cristianos esto no resulta nada extraño, ya que sabemos que siempre estamos en camino. La esperanza que nace del Resucitado, nos enseña a superar la tentación de considerar cualquier logro humano como absoluto. No nos ciegan las utopías, sino el don de la ciudad resplandeciente que nos vendrá regalada al final de los tiempos.