Fecha: 14 de marzo de 2021

Empiezo esta carta recordando una canción inglesa que estuvo de moda hace unos años. «Rivers of Babylon» (los ríos de Babilonia) es una canción compuesta por Brent Dowe y Trevor Mc Naughton del grupo The Melodians. De entre sus múltiples versiones, la más popular es, sin lugar a dudas, la del grupo Boney M., que en 1978 permaneció como número uno de las listas del Reino Unido durante cinco semanas, y también  número uno de “Los 40 Principales” durante cuatro semanas en España. Su contenido se inspira en el Salmo 137, que expresa el lamento del pueblo judío en el exilio tras la destrucción de Jerusalén por el Imperio de Babilonia. Los ríos de Babilonia son el Tigris y el Éufrates. Es como una lamentación comunitaria por la nostalgia de Jerusalén.

No sé qué grado de conciencia respecto a su contenido más profundo teníamos quienes a lo largo del tiempo hemos ido cantando esta canción, sobre todo si se hacía en un idioma poco conocido. El texto evoca la tragedia que vivió el pueblo judío durante la destrucción de Jerusalén, el año 586 a.C., y el consiguiente destierro en Babilonia. Es un canto nacional de dolor, de profunda nostalgia por lo que se había perdido. Es el salmo que proclamaremos este domingo cuarto de cuaresma en la Liturgia de la Palabra de la santa Misa. A mí me hace pensar en otras nostalgias que, en esta época, están presentes en el corazón humano: el anhelo de infinito, la nostalgia de Dios, la necesidad y la esperanza de salvación que llevan al ser humano a buscar incesantemente la felicidad.

En nuestro tiempo no está muy de moda la reflexión ni la búsqueda de la sabiduría; más bien son tiempos de prisas y consumismo, de relativismo y posverdad, por más que la pandemia nos está ayudando a recapacitar en muchos aspectos de nuestra vida. Pero junto a los nuevos ríos de Babilonia, la búsqueda de la felicidad sigue siendo el centro de interés principal. Nuestro error sería buscarla una y otra vez en los lugares equivocados: el poder y el dominio sobre los demás, el éxito, el triunfo fácil, el placer, la riqueza. El ser humano que busca la felicidad, en el fondo, tiene nostalgia de Dios. El Concilio Vaticano II lo recuerda con claridad: “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (GS 19).

En lo más profundo de su corazón todo ser humano tiene sed de Dios. En el camino de la vida no faltan cantos de sirena que seducen, que distraen, o que llevan a saciar en falso esa sed. Pero Dios nos ha creado por amor y el sentido de nuestra vida consiste en experimentar y corresponder al amor de Dios y al amor de los demás. De ahí que hombres y mujeres de todas las épocas y lugares podamos decir con san Agustín: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti”.

Seguimos avanzando por el itinerario cuaresmal, conscientes que la existencia humana es como un camino de liberación, como un éxodo, un paso de la esclavitud a la tierra prometida, de la muerte a la vida. A lo largo de este camino experimentamos el dolor, la enfermedad, la soledad, la pérdida de sentido y de esperanza, hasta el punto de que a veces puede resultar incluso difícil creer en la existencia de Dios. Tarde o temprano, en algún momento de la existencia buscamos respuestas a las preguntas fundamentales, en especial sobre el sentido de la vida. Ahora bien, toda persona que con sinceridad busca la verdad y el bien, que es capaz de  liberarse de prejuicios y de miedos, se encuentra con Cristo, porque es él mismo quien siembra la inquietud en el corazón y  quien sale al encuentro.