Fecha: 24 de septiembre de 2023

Reconocemos la extrañeza que pueden producir estas palabras valorando el trabajo humano. Nuestros trabajos cotidianos son algo tan concreto y complejo, tan sometido a las leyes y a la técnica, que parecen no tener que ver nada con la experiencia religiosa profunda.

Pero no estamos hablando de cualquier experiencia religiosa, sino de la fe bíblica y cristiana, que no deja nada de la experiencia humana sin iluminar. Y el trabajo, su sentido profundo, a los ojos de nuestra fe es una de las realidades más importantes de nuestra vida.

Así, hemos expuesto cómo la persona humana, toda ella, puede verse “alienada”, “enajenada” a través del trabajo. Pero, para decir esto uno ha de tener claro qué significa “ser persona cabal”, persona realizada: es alienante todo lo que impide esta realización como persona. Y según las palabras del Papa Juan Pablo II en la encíclica “Centesimus Annus”, la persona (y la sociedad) realizada es aquella que “se trasciende a sí mismo y vive la experiencia de la autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada a su destino último que es Dios”.

Curiosamente en la tradición bíblica se aprecia la alta valoración del trabajo humano, a la luz del precepto del descanso. El mismo Dios, según el primer relato de la creación, “trabajó durante seis días creando el mundo y descansó el séptimo”. Como un pintor o escultor, que tras el trabajo realizado se entregara a la actividad contemplativa y al disfrute de la bondad y belleza de la obra. El autor decía esto, para fundamentar el precepto del sábado que establecería la Ley: el Sábado (Ex 20,8-11; Dt 5,12-15) es:

       Un día de libertad, que pone límite a la experiencia de alienación (cansancio, dureza, desgaste), que produce el trabajo cotidiano. Un momento de recuperación de humanidad, capaz de superar los ídolos que le han tentado durante el trabajo.

       Un día de encuentro y contemplación, para disfrutar del bien y de la belleza de la humanidad, de la creación y del mundo transformado.

       Un día de encuentro reconfortante con Dios, a quien vuelve el mundo, como único Señor, garantía de nuestra libertad frente a cualquier idolatría esclavizadora.

Como sabemos, este bello significado del Sábado judío, pasó a la tradición cristiana del Domingo por la evidente lógica de lo que significa Jesucristo y nuestra fe en Él. Ante el intento de convertir la ley en instrumento de poder adulterando su sentido profundo, Jesús dijo que “el sábado estaba hecho para el hombre y no el hombre para el sábado… y que el Hijo del hombre tiene autoridad sobre el sábado… Y venid a mí y encontraréis vuestro descanso… Y, pasado el sábado, al amanecer el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro” (Mt 12 y 28).

Todos consideran que la dureza del trabajo, su efecto alienante, el sufrimiento que comporta, queda compensado con el sueldo o la ganancia que se obtiene. Esta es la lógica más humana y elemental. Para el buen cristiano todo el trabajo culmina en el domingo, concretamente en la Eucaristía del domingo. En la Eucaristía el trabajo recupera su dignidad al formar parte de la ofrenda de un mundo transformado, “el fruto de la tierra y del trabajo del hombre”.

La máxima benedictina “ora et labora” no es exactamente una distribución de tareas u obligaciones, sino la proclamación de un trabajo orante y de una oración que ilumina y da sentido al trabajo.