Fecha: 15 de noviembre de 2020

Celebramos hoy la IV Jornada Mundial de los Pobres, una iniciativa del papa Francisco en la que recuerda que la oración a Dios y la solidaridad con los pobres y los que sufren son inseparables. Este año la celebración tiene lugar en medio de la pandemia que llegó de repente, nos cogió desprevenidos y nos ha sumido en la desorientación y la impotencia. No estábamos acostumbrados a soportar tantas restricciones a nuestras libertades individuales y colectivas. Hemos sufrido en nuestras propias familias y ámbitos más cercanos la pérdida de vidas humanas y de innumerables lugares de trabajo, la limitación del trato habitual, y en muchos momentos hemos llegado incluso a sentir el miedo.

La pandemia nos ha hecho experimentar la fragilidad de la condición humana, la vulnerabilidad más evidente, algo a lo que no estábamos acostumbrados. Si somos capaces de aprender alguna lección, quizá la principal será la conciencia de la interdependencia, de que nos necesitamos unos a otros, y de que tenemos que superar las tendencias a la autosuficiencia y a al individualismo, más aún, que estamos llamados a formar una familia, la familia humana, la familia de los hijos de Dios. Y en una familia no es lógico que unos hermanos naden en la abundancia mientras otros pasan necesidad.

Todos somos pobres de una u otra manera, todos padecemos carencias de algún tipo y atravesamos por dificultades y sufrimientos a lo largo de la vida. Precisamente la experiencia personal del sufrimiento puede ser el elemento que facilite la empatía, que ayude a ponerse en el lugar del otro, del pobre, del que sufre; la vivencia del dolor puede ser el camino para un despertar de sí mismo y fijar la mirada en los demás y vivir la bienaventuranza de la compasión, de los que lloran, que a su vez recibirán también el consuelo (cf. Mt 5,4). Felices los que son capaces de salir al encuentro de los demás, conmoverse por su dolor y unirse a ellos.

En nuestro mundo, tan contagiado por el individualismo, es necesario que vivamos la responsabilidad de unos sobre los otros. La pregunta de Dios a Caín: «¿Dónde está Abel, tu hermano?», es la misma pregunta que ha de resonar en nuestra conciencia. Caín responde con una evasiva: «No sé, ¿soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Entre nosotros no ha de ser así, porque la realidades que somos guardianes todos, los unos de los otros; y no sólo de una forma genérica, sino que somos interdependientes, como granos de trigo llamados a formar un mismo pan, como hermanos que forman una familia.

La oración a Dios y la solidaridad con los pobres y los que sufren son inseparables. Así nos lo han enseñado a lo largo de la historia desde san Juan Crisóstomo a santa Teresa de Calcuta, pasando por san Juan María Vianney, el santo cura de Ars, que era un hombre de mucha oración, de una oración eminentemente eucarística, y por eso la celebración de la Eucaristía se convertirá en el corazón de su vida y de su trabajo pastoral; y a la vez, su vivencia de la pobreza fue extraordinaria, y se despojó de todo a favor de los pobres. Procuró con amor de padre socorrerlos, aliviar sus sufrimientos y sus heridas, ayudarles a superar sus situaciones y a llevar una vida ordenada. Su secreto fue tan sencillo como darlo todo a los demás y no conservar nada para sí.

Es verdad que la Iglesia no tiene soluciones técnicas, ni fórmulas mágicas, ni pretende inmiscuirse en la política de los estados, pero si tiene la obligación de anunciar el Evangelio, que nos llama a vivir en fraternidad, y la obligación de ponerlo en práctica con la vida y el testimonio, y de sacudir las conciencias para que se ponga remedio a la situación de todos aquellos que no disponen de lo necesario para vivir. La celebración de esta jornada es una ocasión propicia un año más.