Fecha: 10 de marzo de 2024

Estimadas y estimados, recuerdo un encuentro de no hace mucho con los responsables de una parroquia. El sacerdote había estado ausente un tiempo a causa de una enfermedad. Durante el diálogo, comentando este tiempo, uno de los catequistas presentes dijo: «El hecho de estar sin párroco nos ayudó a crecer en la corresponsabilidad. La catequesis continuó adelante, Cáritas, la atención a los enfermos, las celebraciones de la Palabra, etcétera. Cada semana nos reuníamos para preparar las cosas y adoptar compromisos. Aun así, tenemos que reconocer que nunca como en este medio año nos dimos cuenta de la misión propia, específica e insustituible del sacerdote en una comunidad». «Y, ¿qué habéis descubierto que es?», le dije. Y me respondió: «La de acompañante y conductor del camino de la fe y la de posibilitarnos la experiencia de la presencia del Señor, de una manera especial en la Eucaristía y en el sacramento del perdón».

Toda la comunidad tiene la misión de dar a conocer a Jesucristo, el Salvador. Todos tenemos el deber de ayudarnos mutuamente en el camino de la fe. Pero les faltaba la Palabra que hace sensible en la fe la presencia del Señor: «Esto es mi Cuerpo», «Yo te perdono, vete en paz». Aquel catequista lo había aprendido en los libros; pero sabía también que la experiencia solo tiene lugar cuando el presbítero, en nombre de Jesucristo jefe de la Iglesia, actúa en nombre de él.

El ministerio apostólico es indispensable en la Iglesia por voluntad del mismo Jesucristo. Ahora bien, este ministerio no surge por generación espontánea. Hace falta el llamamiento que, como una semilla, Dios siembra en el corazón del bautizado. Y hace falta también un clima de fe para que esta semilla madure.

La siembra está hecha, pero tenemos que reconocer que el clima del entorno no acostumbra a ayudar. La misma sociedad, que con su saber nos abre al mundo y nos acerca a los acontecimientos más lejanos en el mismo momento que suceden, nos pone barreras a las puertas de nosotros mismos para que no podamos entrar. Y para sentir la lllamda de Dios y hacer que vaya tomando cuerpo, hay que entrar en la cámara de nuestro interior. Ni María sería la Virgen María ni tendríamos el testimonio de los santos y santas, si no hubieran sido educados en el aprecio del silencio interior para descubrir las señales de Dios en el propio camino.

Por esta razón, en la proximidad del Día del Seminario que celebraremos el próximo domingo, en la vigilia de san José, insisto en el aprecio del silencio interior. «Padre, envíanos pastores», afirma el lema de este año. Se trata de una plegaria que todos, como Iglesia, dirigimos a Dios. Por este motivo, hago una llamada, en primer lugar, a las comunidades cristianas de la archidiócesis para que redoblen su plegaria, tomando como propias las palabras de Jesús: «Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2). En segundo lugar, me dirijo a los jóvenes cristianos para que, desde el silencio en su seguimiento de Jesucristo, se pregunten sin miedo si el Maestro les llama para el camino del sacerdocio y tengan generosidad y valentía para decir con decisión: «Estoy aquí».

Vuestro,