Fecha: 13 de marzo de 2022

Las primeras palabras que Jesús pronunció desde lo alto de la cruz son una súplica dirigida al Padre pidiendo el perdón para sus perseguidores: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Esta oración nos sitúa ante el misterio mismo de la Cruz. Ella nos desvela, en primer lugar, hasta dónde puede llegar el pecado del mundo. Jesús había pasado haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el diablo. Lo lógico es que su ejemplo hubiera despertado el deseo de imitarlo. Sin embargo, su amor y su misericordia provocaban la envidia, el desprecio y el odio de los dirigentes del pueblo, que muy pronto decidieron acabar con Él. La Cruz nos muestra lo que los hombres somos capaces de hacer: respondemos al bien que se nos hace con el mal y la injusticia. Es, por ello, un instrumento de tortura.

Cristo responde al odio de un modo sorprendente: ha perdonado de corazón a todos los que participan en la pasión (dirigentes del pueblo, el pueblo mismo y sus discípulos que lo han abandonado) y pide también al Padre el perdón para ellos. Si la humanidad ha respondido al bien con el mal, el Señor responde al mal con el bien: la Cruz es la respuesta del amor de Dios al pecado del mundo. El instrumento de tortura ha sido transformado en un signo de amor y se ha convertido en la señal de los cristianos. Ese amor nos sorprende todavía más cuando escuchamos el motivo que Jesús aduce para justificar su petición: “no saben lo que hacen”. Mientras que en las situaciones conflictivas las personas buscamos motivos para acusarnos mutuamente, Jesús ha excusado a sus perseguidores.

El Señor, maestro en obras y palabras, ha vivido en la cruz lo que había enseñado a sus discípulos: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian” (Lc 6, 27; Cf Mt 5, 44). Rezar por los enemigos es la manifestación más grande del amor que los discípulos estamos llamados a vivir. Cuando lo hacemos “nos ponemos al lado del enemigo, estamos con él, junto a él, en favor de él, delante de Dios”; y estamos también más unidos a Cristo: “el amor a los enemigos lleva al discípulo por el camino de la cruz hacia la comunidad con el Crucificado” (Bonhöffer).

La segunda palabra, dirigida a uno de los malhechores, que habían sido crucificados con Cristo (“En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” [Lc 23, 43]), es también una palabra de misericordia. Jesús, que había sido tratado despectivamente por sus adversarios como amigo de publicanos y pecadores, está colgado entre dos malhechores (Mateo y Marcos hablan de ladrones). Uno de ellos se une a los insultos de la multitud. El otro, que tiene la misma historia que su compañero, al ver la injusticia que se había cometido con Cristo, cae en la cuenta de la verdad de su vida (“nosotros estamos pagando los crímenes que hemos cometido”). Eso le lleva a creer en Cristo contra toda lógica humana, porque a los ojos del mundo es un fracasado, y a dirigirle una súplica: “acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. En ese momento, la Cruz se convierte para él en un acontecimiento de gracia: Jesús escucha su oración y le concede mucho más de lo que le había pedido: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Nos podemos preguntar por el otro ladrón, que se había unido a la multitud. Jesús no responde a sus insultos, pero al orar por sus perseguidores, ha intercedido por él ante el Padre.