Fecha: 3 de abril de 2022

Además de las palabras dirigidas a su Madre y al Discípulo amado, el evangelista Juan pone en boca de Jesús otras dos palabras que son expresión de los sentimientos interiores con los que el Señor afronta la pasión: “Tengo sed” (Jn 19, 28); “todo está cumplido” (Jn 19, 30).

En la primera de ellas resuenan dos expresiones de los salmos que Jesús conocía [“mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar” (22, 16); “en mi comida me echaron hiel, para mi sed me dieron vinagre” (69, 22)], y que en ese momento de sufrimiento extremo brotan de sus labios como una oración. Lo primero que nos viene al pensamiento al escuchar esta exclamación, es la sed física que debía sentir el condenado después de tantas horas de tormento, en las que no encontramos ningún gesto de compasión hacia Él. Estamos ante el grito del torturado que clama “Espero compasión y no la hay, consoladores y no los encuentro” (Sal 69, 21). Jesús bebe hasta el último sorbo la copa de la pasión, apura hasta el fondo los dolores mortales.

Pero para el Señor la pasión es también acción. A Él no le quitan la vida, sino que voluntariamente la entrega; tiene que beber el cáliz de la pasión: “El cáliz que me dio el Padre, ¿No he de beberlo?” (Jn 18, 11). En estas palabras descubrimos que acepta con plena conciencia la situación en que se encuentra y desea cumplir la voluntad del Padre hasta el final, porque le devora el celo de su casa (Jn 2, 17). Jesús, que anunció a la Samaritana que podía dar un agua que se convertiría en un surtidor “que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14); y que invitó a los sedientos a que acudieran a Él y creyeran en Él, porque es el único que puede saciar la sed de Dios que hay en el corazón de todo ser humano, ha dado tanto de sí mismo, que tiene más sed que nadie. En la pasión se da totalmente y, por ello, se ha convertido en causa de salvación para todos los que le obedecen. Jesús, que estaba sediento de la fe de la Samaritana (san Agustín), está sediento en la cruz de la fe de todos los sufrientes de la historia humana.

En la otra palabra el Señor expresa la convicción de que su misión se ha cumplido. La muerte de Jesús no es solo el final temporal de su vida, sino la consumación perfecta de la obra que se le había encomendado. Nos encontramos ante la manifestación plena y total de su obediencia amorosa a la voluntad del Padre; ante la perfección de la vida de alguien que era consciente de que no había venido a ser servido, sino a servir y a entregar su vida en rescate por muchos; ante la plena revelación de un amor a los suyos que se encontraban en el mundo y que en la pasión ha llegado hasta el extremo. El Señor que había dicho a sus discípulos: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” [Jn 15, 13], en la cruz traspasa este límite: da la vida por sus enemigos. De este modo nos revela el amor de un Dios que nos ha amado “siendo nosotros todavía pecadores” (Rm 5, 8), que ha entregado a su Hijo a la muerte y nos ha reconciliado con Él “cuando éramos enemigos” (Rm 5, 10).

Estamos ante una obra cumplida, perfecta: en la Cruz se revela la belleza del amor que el Padre y el Hijo comparten en la comunión plena del Espíritu Santo por sus criaturas. El Señor ha cargado con nuestros dolores y sufrimientos y con sus heridas hemos sido curados.