Fecha: 10 de abril de 2022

Los evangelistas Mateo y Marcos nos han transmitido una única palabra de Jesús en la cruz. Se trata del grito desgarrador de quien experimenta lo que significa sentirse abandonado por Dios, con el que comienza el salmo 22, que es una oración de súplica confiada de alguien que se encuentra en una situación de sufrimiento extremo; una exclamación de muerte y de gloria; un grito de amor a Dios en el momento del dolor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46; Mc15, 34).

Los evangelistas no han hecho nada por suavizar el dramatismo de este momento. Al sufrimiento físico por las torturas que ha sufrido, hay que añadir el sufrimiento moral de quien se siente solo y desamparado: Jesús ha sido despreciado y abandonado por su pueblo; también sus discípulos lo abandonaron en el momento de la pasión (Mateo [26, 56] específica que “todos”). ¿Le ha abandonado también Dios? Esto es lo que parecen sugerirle los sumos sacerdotes y los escribas que se dirigen a Él en tono burlesco diciéndole: “Confió en Dios, que lo libre si es que lo ama, pues dijo <<Soy Hijo de Dios>>” (Mt 27, 43). En el abandono de los suyos llega a vivir lo que experimenta alguien que se siente abandonado por Dios. Estamos ante el mayor sufrimiento humano que podemos imaginar, porque cuando alguien piensa que Dios lo ha abandonado, pierde ya toda esperanza.

Este grito es la máxima expresión de la solidaridad de Cristo con la humanidad sufriente: no hay ningún sufrimiento auténticamente humano que Él no haya experimentado en su propio cuerpo; ha pasado la prueba del dolor para poder auxiliar a los que ahora pasan por ella. Tenía que ser un Sumo Sacerdote probado en todo en el sufrimiento como nosotros para poder así compadecerse de nosotros. De este modo podemos acercarnos a Él con toda confianza.

Este grito muestra que la cruz fue para Cristo el momento de la gran tentación: las tentaciones mesiánicas que experimentó al comienzo de su ministerio reaparecen con toda su fuerza: “sálvate a ti mismo bajando de la cruz… A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos” (Mc 15, 30-32). En el momento del abandono de Dios, en la hora de la última y definitiva tentación, el evangelista Lucas pone en boca de Jesús la última palabra, que es la respuesta de Jesús a quienes le escarnecen: “Padre a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).

Son las palabras del salmo 31, la oración confiada de quien, en la persecución y en el sufrimiento, se acoge a Dios para que lo libre de sus enemigos. Pero Jesús ha modificado las palabras del salmista: el “Dios leal” se trasforma en sus labios en el “Padre”. La expresión de extremo abandono de Mateo y Marcos se ha convertido más explícitamente en una plegaria confiada, en una manifestación de la seguridad que Jesús tiene de que el Padre lo librará, en una ofrenda de sí mismo a Dios que le lleva a abandonarse confiadamente en sus manos.

Jesús ha superado la gran tentación, ha confiado en Dios, ha convertido la cruz en la ofrenda de sí mismo al Padre en el Espíritu eterno. Por ello, fue escuchado en su angustia y por su resurrección se ha convertido en causa de salvación para los que creen en Él.