Fecha: 12 de julio de 2020

Vivimos tiempos de crecimiento, construcción, edificación, tanto en el ámbito de la sociedad como en la Iglesia misma.

Nos preguntábamos qué significa crecer como Iglesia y qué significa crecer en la sociedad.

La llamada al crecimiento social suena mucho más, nos envuelve de la mano de todos los medios de comunicación y nos urge desde la vida más cotidiana: a los ojos de muchos ya se ha convertido en una cuestión de supervivencia, al menos de supervivencia del nivel de bienestar que habíamos alcanzado tiempo atrás.

Pero nos preguntamos desde la fe qué es más importante, qué ha de tener prioridad, si crecer como Iglesia o crecer socialmente. En principio no tienen por qué excluirse. Sin embargo, sorprendentemente, siguen caminos muy diversos.

Por de pronto, Jesús nos aparece como un mal gestor. La obra de su Espíritu no aguantaría el examen de un comité de expertos en política económica y, por tanto, sería excluida de cualquier programa político de reconstrucción social. La inversión que representa la parábola del sembrador, lanzar semillas sin cálculo ni tino, obtendría un rendimiento de menos de un 25% (suponiendo que son partes iguales las que caen en una y otra tierra). Por otra parte, según el contexto de la parábola, su mensaje carecería de todas las reglas básicas de un buen márketing, pues él mismo afirma que, de antemano, su mensaje es acogido, no por el gran público, sino solo por una minoría que tiene una determinada disposición interior (la voluntad de conversión). Por otra parte, Isaías, profetizando lo que ocurriría ciertamente en Cristo, anuncia un crecimiento, resultado de una lluvia que cae del cielo, por tanto de origen trascendente, y de una tierra receptiva y abierta. Solo los labradores pueden entender algo, pero en general, quizá pocos de los comprometidos en la reconstrucción social harían caso de estas recomendaciones. Al reconstructor social le interesa un eficacia mínimamente asegurada y le molestará que el factor lluvia, incontrolado, escape a su dominio.

En cambio, el entregado a construir la Iglesia (germen del Reino de Dios) se dedica a sembrar la Palabra, lanza su simiente sin demasiados cálculos, “a tiempo y a destiempo”, a todo tipo de personas, libremente, diríamos “osadamente”… Lo hace en nombre del amo del campo, en quien confía, y no se preocupa obsesivamente de los resultados: sabe que unos producirán el ciento por uno, otros nada, otros el sesenta o el treinta. Y seguirá sembrando de igual modo la próxima primavera. ¿Por qué? Porque no le pertenecen ni el campo, ni el rendimiento, ni la cosecha; lo hace porque, si no lo hiciera, no podría vivir: le nace del corazón creyente, entusiasta y agradecido.

Este es el crecimiento de la Iglesia. Ciertamente una Iglesia que crece y madura como un campo lozano y abundante en medio del mundo es un bien extraordinario para el crecimiento del mundo, aunque el mundo no siempre llegue a reconocerlo. Es un bien incluso desde el punto de vista que la sociedad, con sus propios criterios y sin prejuicios, puede reconocer. Ahí están los millones de euros que ahorra la Iglesia al Estado con su servicio educativo, social y cultural, como demuestra el estudio más reciente y publicado por la Conferencia Episcopal Española.

Pero no vamos a eso. Los cristianos sabemos que hemos de servir a Jesucristo, que salvó el mundo, curando enfermos, dando de comer y, sobre todo, despertando la fe con la siembra de su Palabra.