Fecha: 19 de abril de 2020

El texto evangélico que se proclama este segundo domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, nos narra dos apariciones del Resucitado a los discípulos: la primera el mismo día de Pascua, en la que el Se ñor, después de enviarlos a continuar su misión y soplar sobre ellos, les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22). La misión de Jesucristo y, por lo tanto, de la Iglesia es anunciar y ofrecer a todos el mensaje del perdón.

Pascua es la fiesta del perdón: si creemos que Cristo ha resucitado, hemos de creer también «que todo el que cree en él recibe el perdón de los pecados gracias a su nombre» (Hech 10,43). Saber que Dios, por Jesucristo, perdona todo aquello que pueda haber de inautenticidad, incoherencia, ambigüedad, maldad o egoísmo en mi vida, es algo que puede llenarme de luz. Y es también una verdad que me lleva a mirar a los otros con la misma mirada de Dios: han sido perdonados como yo. Todos somos pecadores, pero esto no es lo verdaderamente importante. Aquello que es decisivo es que Dios a todos nos ofrece el perdón, que somos un pueblo de pecadores, pero pecadores perdonados. No dejemos que pasen estas fiestas sin sentir, sin vivir, sin experimentar el perdón de Dios.

Quién ha sido perdonado y, por lo tanto, ha resucitado junto con Cristo a una vida nueva, está llamado a vivir de una manera nueva. El cristiano, nos dice san Pablo, tiene que buscar y amar aquello que es de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre (Col 3,1). Buscar aquello que es de arriba no es huir de nuestro mundo, es valorar adecuadamente las cosas del mundo, es darle a cada cosa su valor. Lo que es de arriba es la verdad, es la justicia, es el bien, es todo lo que me ayuda a crecer en amistad con Jesús y a ser hermano de todos los hombres, es todo aquello que me lleva a Dios.

Aquello que es de la tierra es todo lo que me lleva a alejarme del Señor porque me encierra en mí mismo. Es vivir en ausencia de los valores espirituales que dan una nueva dimensión a la vida y la dignifican, es estar cerrado en mis intereses, es pensar y desear únicamente aquello que da una satisfacción inmediata, es mirar la vida solo desde lo que se puede disfrutar en este mundo. El cristiano, que está invitado a buscar aquello que es de arriba, no huye del mundo, pero tampoco absolutiza las cosas del mundo porque sabe que hay algo más importante, tan importante que puede dar sentido a mi vida: es Cristo, que está sentado a la derecha de Dios.

Y viviendo de esa manera damos testimonio de nuestra fe. Los cristianos estamos llamados a no quedarnos para nosotros la Buena Noticia. Ser testigo no consiste en imponer la fe, sino en contagiarla con suavidad y respeto. Tampoco consiste en imponer a otros nuestras ideas o manera de ver las cosas. Los auténticos testigos de la Pascua son los mártires, que no hicieron sufrir a nadie por la verdad, sino que aceptaron sufrir y dar la vida por esa verdad que es Cristo resucitado.

Que la celebración de la Pascua renueve en la Iglesia y en cada uno de nosotros la alegría de saber que Dios nos ofrece su perdón, el deseo de vivir una vida nueva y la fortaleza para continuar anunciando a todos el mensaje de la resurrección de Jesús.

Que la situación que estamos viviendo no nos lleve a perder la alegría de la fe.