Fecha: 1 de mayo de 2022

Estimados y estimadas. La cincuentena pascual nos invita a celebrar el núcleo de nuestra fe cristiana: ¡Jesús ha resucitado, aleluya! Es un tiempo que debemos emplear para aprender a vivir desde la pascua del Señor, para aprender a ser sus testigos verídicos y creíbles.

¡Ojalá que estos cincuenta días se conviertan en una escuela para todos! Sería muy raro que nosotros, cristianos, no creyéramos en la resurrección ni viviéramos bajo sus efectos. Y, sin embargo, ya en las primeras comunidades ésta fue una piedra de tropiezo difícil de proclamar y de confesar. El propio san Pablo tuvo que dedicarle todo el capítulo decimoquinto de su Primera carta a los Corintios, con expresiones impactantes, como esta: «Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los hombres más dignos de lástima.» (1 Co 15,19). No, nuestro testimonio no puede dar lástima ni podemos presentarnos como víctimas, pesimistas o mediocres; sería un fraude a la Buena Nueva del Evangelio. Pecadores, lo somos y mucho, pero felizmente perdonados por la Cruz redentora de Cristo y plenamente vivificados por la fuerza de su Espíritu. Por eso, a pesar de las propias debilidades y las de nuestras comunidades, en nosotros debe resplandecer la vida, la luz y la alegría del Reino, realidades que debemos hacer nacer cada día de nuevo, rellenándolas de contenido una y otra vez con nuestro hacer, siempre en comunión con los demás.

La lógica del amor de Dios es aparentemente absurda y quizás nos cuesta entenderla con nuestros razonamientos. A menudo no experimentamos más que caducidad y vulnerabilidad, fracaso y vacío. Y es que, al margen de Dios, todo queda engullido por la muerte, todo desaparece. Pero la resurrección de Cristo proclama a los cuatro vientos que Dios transforma toda realidad humana cuando ésta se inserta en el amor incondicional y pleno, un amor que nos permite respirar a pleno pulmón y entregar libremente la propia vida en beneficio de los demás. La vida nueva que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones nos hace capaces de amar como Él, hasta sus últimas consecuencias. Ésta es la gran escuela de Jesús. El fracaso más absoluto puede esconder la paradoja del Reino: la fuerza que nace de la debilidad más extrema, la alegría que flota en el sufrimiento más escandaloso. Claro que para descubrir ese misterio es necesaria la fe, una actitud que Jesús pide siempre. Esta fe sincera y firme, aunque no evidente, nos hace descubrir el camino de la vida, donde todo se llena de sentido y la muerte deja de tener la última palabra.

El próximo sábado nuestra Archidiócesis celebrará una Asamblea Diocesana para acoger todo el trabajo sinodal de estos últimos meses. Los que participamos hagámoslo con ilusión y coraje, convencidos de nuestra fe en Cristo resucitado. Los demás, sobre todo este día, acompañadnos con vuestra oración. Dejemos que el Señor nos lleve por caminos insospechados, seguramente llenos de sorpresas, porque la vida plena, la que nace de la eternidad que se hace historia, es vida sorprendente y renovadora. ¡Vivamos como resucitados, buscando lo que es de Dios! (cf. Col 3,1).

Vuestro,