Fecha: 15 de septiembre de 2024
Cuántas veces hemos oído o dicho esta expresión a lo largo de la vida: ¡que sea lo que Dios quiera! Pero, ¿realmente cooperamos nosotros? En otras palabras: ¿dejamos que la voluntad de Dios se cumpla en nuestra vida? ¿Buscamos hacer su voluntad? Fijémonos cómo ésta es una de las peticiones del Padrenuestro: «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo».
Ahora bien, esta voluntad de Dios no es algo abstracto, como si dijera: como ya creo, rezo y voy a misa ya estoy cumpliendo la voluntad de Dios. En nuestra vida estamos constantemente tomando decisiones, tantas que ni nos damos cuenta. Las hay más importantes, que cambian el curso de nuestra vida, y otras que quizás son más banales. Desde si decido posponer el despertador a la hora de levantarme o no, hasta cuando decido a qué hora me acuesto, el día está lleno de decisiones.
Ya sería mucho si en las decisiones trascendentales de la vida buscáramos discernir cuál es la voluntad de Dios.Pero el peligro de muchos es dejarse llevar por lo que todo el mundo hace: si todo el mundo se casa, yo también; si ahora no está de moda casarse, pues no me caso; si ahora hay unos estudios muy de moda, decido estudiar esto. Pero, ¿y Dios? ¿qué piensa Dios, qué quiere que haga?
Si realmente nos creemos cristianos y, por tanto, hijos de Dios, debemos confiar más en Él, y saber que lo que Él tiene pensado para nuestra vida es el mejor camino que podemos escoger, para nosotros y para el bien de toda la humanidad. El ejemplo a seguir son los santos, que vivieron la filiación divina tal y como la vivió Jesús. Incluso en la hora más dura, en el huerto de Getsemaní, era fiel a la voluntad de Dios: «Padre, si así lo quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42).
Esta actitud en nuestro día a día, buscar siempre la voluntad de Dios en cada situación, por pequeña que sea, debe ser habitual en nosotros y en nuestras comunidades cristianas. Nuestro ejemplo es estímulo para muchos otros y sólo así podremos hacer que haya una verdadera cultura del discernimiento en la Iglesia y en el mundo. No tengamos miedo a preguntar a Dios qué quiere en cada ocasión, es éste el camino de la santidad.
Muchas veces nos lamentamos de que hay pocas vocaciones en la vida sacerdotal, en el diaconado permanente, en la vida consagrada, que hay pocos matrimonios jóvenes… ¿No será que nos hemos dejado invadir por una cultura en la que se haido eliminando esa presencia de Dios y hemos dejado de preguntarnos sobre la vocación? ¿sobre lo que Dios quiere? Es verdad que la sociedad no nos ayuda, pero con más razón hay que renovar el empeño.
Que la expresión «que sea lo que Dios quiera», que a menudo no nos implica en nada, pueda pasar a ser «Señor, ¿qué quieres que haga aquí y ahora?». Éste es un buen termómetro de nuestra vida espiritual: ¿cuánto estoy dispuesto a cumplir la voluntad de Dios?