Fecha: 5 de abril de 2020

Con el Domingo de Ramos iniciamos la celebración de la Semana Santa. Las circunstancias excepcionales en las que nos encontramos obligarán este año a vivir estos días recluidos en nuestras casas de una forma completamente extraordinaria. Si acogemos esta situación desde la confianza que nos da la fe y contemplamos con ojos de amor a ese Cristo, que quiso parecerse en todo a nosotros y se hizo solidario con el sufrimiento de la humanidad, esta Semana Santa puede convertirse en una ocasión para acercarnos más a Él y crecer en su amistad.

Durante esta semana se hacen realidad de modo especial las palabras proféticas de Cristo antes de su pasión: “cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Juan 12, 32). Dirigir una mirada de amor a Cristo Crucificado y acercarse a Él con un corazón limpio en medio del sufrimiento y la oscuridad que estamos viviendo, no nos da una explicación racional a la pregunta del por qué de lo que está ocurriendo, pero nos puede ayudar en encontrar en su Cruz y Resurrección una fuerza que sostiene nuestra esperanza.

En la Cruz se nos revela el rostro de un Dios que en su Hijo Jesucristo se ha hecho solidario de toda la humanidad: Jesús, renunciando a su forma de Dios, se hizo uno de nosotros; compartió nuestra vida, nuestros cansancios, esperanzas, sufrimientos e incluso la experiencia de la muerte. Es más, al encarnarse quiso hacerse nuestro esclavo ocupar el último lugar entre sus hermanos los hombres: no vino a ser servido, “sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10, 45). Él, que había pasado por el mundo haciendo el bien, quiso experimentar en sí mismo el sufrimiento de aquellos que son perseguidos, condenados, torturados y asesinados injustamente. Ha cargado sobre sus hombros todo el mal y todas las injusticias que los seres humanos podemos cometer.
En la Cruz se nos revela el misterio de un Dios que, a pesar de esto, continúa amando y salvando. Jesús todo lo hizo bien y solo hizo el bien. La humanidad únicamente ha recibido bienes de Él y, en cambio, se lo hemos pagado con la muerte. Sin embargo, desde el árbol de la Cruz continúa derramando su gracia: no se vuelve atrás y lleva a pleno cumplimiento su misión de cumplir la voluntad de Dios; suplica el perdón para sus perseguidores; se abandona confiadamente en las manos del Padre; le pide a su Madre que cuide la fe de los cristianos representados en el discípulo amado; promete la entrada en el paraíso a uno de los ladrones que han sido crucificados con Él. A quienes le perseguían les respondió con una bendición. El misterio de la Cruz es la esperanza de un mundo nuevo.

Estamos viviendo unas circunstancias que han transformado inesperadamente nuestra vida. Nuestra generación nunca nos hubiéramos imaginado pasar por una situación como esta. No sabemos cuándo ni cómo acabará esto, pero todos tenemos la percepción de que habrá cambios en nuestra forma de vivir. Los creyentes tenemos la certeza de que nada de lo que pueda ocurrir “podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Romanos 8, 39).

Con mi bendición y afecto.