Fecha: 5 de abril de 2020

Hoy celebramos el Domingo de Ramos, que es el pórtico de la Semana Santa, que este año será tan distinta y especial. En las iglesias los sacerdotes celebrarán los oficios, pero los bancos estarán vacíos. En las plazas y las calles se palpará el silencio, porque el pueblo fiel no puede salir de casa. Seguramente hoy echaremos de menos la multitud que se abarrotaba tradicionalmente frente a nuestras iglesias, con el bullicio consiguiente, y gran número de los más pequeños de nuestras familias.

Pero este año también aclamaremos al Señor, aunque sea de otra manera. Recordaremos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, y la acogida entusiasta que tuvo por parte de los niños y de la gente sencilla. También nosotros reconoceremos al Señor como Mesías Salvador, y lo aclamaremos en lo más profundo del corazón con sentimientos de entusiasmo y alegría. Jesús hace su entrada solemne como Mesías para cumplir la misión que el Padre le ha encomendado, una misión que le llevará a la gloria de la resurrección, pasando por la muerte en cruz. La liturgia de este día nos presenta un evangelio de la pasión como la mejor ambientación para la celebración del Triduo Santo. El texto de San Mateo, que leeremos este año, contiene unas palabras del Señor que demuestran su conocimiento de lo que va a ocurrir: «El hijo del hombre va a ser entregado para ser crucificado» (Mt. 26,2).

Recuerdo que el pasado 10 de marzo, cuatro días antes de que se declarara el estado de alarma, cuando las cosas estaban todavía relativamente tranquilas, celebré la Santa Misa en nuestro seminario diocesano y en la homilía dije a los seminaristas que esta cuaresma sería recordada seguramente como la cuaresma del coronavirus, pero que ojalá se recordara también por ser la cuaresma en la que habíamos dado pasos serios de conversión en nuestro camino de fe, porque habíamos progresado seriamente en algunos aspectos. No podía imaginarme hasta qué punto esta pandemia alteraría nuestra existencia, afectando a las prácticas cuaresmales y las celebraciones litúrgicas.

Es verdad que el confinamiento ha comportado una serie de limitaciones que se han convertido en una severa mortificación para muchos de nosotros. Ha sido ocasión para ofrecerlas como penitencias no buscadas ni previstas, que son particularmente agradables al Señor. No es lo mismo una penitencia o sacrificio que uno piensa y decide que una sacudida terrible que llega de improviso. Está claro que esta parte de la situación no depende de nosotros y no vale la pena ahora gastar tiempo en especulaciones sobre lo que se podría haber hecho; ahora bien, lo que sí depende de nosotros es aprovechar este tiempo para reflexionar, para revisar la película de nuestra vida, lo que hemos sido, lo que somos y lo que estamos llamados a ser.

Cada año recordamos la importancia de vivir las celebraciones litúrgicas de Semana Santa con intensidad y fervor. Este año tendremos que hacer un esfuerzo extra en cuanto a nuestra disposición interior. La situación que atravesamos es tan difícil y dolorosa, que nuestro Señor por fuerza se ha de compadecer de nosotros y acudir en nuestro auxilio. Por nuestra parte, con humildad y confianza, volvamos la mirada a Dios e imploremos su  perdón y su gracia, su amor y misericordia.

La Semana Santa no se suprime. La Semana Santa se celebra. Ciertamente este año será de un modo diferente. Se celebrará espiritualmente desde los hogares, en familia, con la máxima devoción y fruto espiritual. Aprovechemos estos días santos para dedicar más tiempo a la oración personal, para compartir las reflexiones, para hablar de Dios con los más pequeños, para rezar en familia de una manera más sosegada y tranquila. Y con la ayuda de las nuevas tecnologías, sigamos las celebraciones del Santo Padre, de nuestra Iglesia Catedral o de los otros templos de la diócesis.