Fecha: 9 de abril de 2023

La alegría típica del tiempo de Pascua, en el marco de la primavera recién estrenada, tiene un motivo profundo: la Resurrección de Cristo.

Habituados a “ver” imágenes como simples espectadores, esperando que nos produzcan información o determinadas emociones, perdemos la capacidad de contemplar e introducirnos en lo que representan sintiéndonos protagonistas. Hace ya años que los iconos orientales son muy valorados en nuestra sociedad occidental. ¿Por qué? ¿Por su belleza formal – decorativa? Sería una traición a los mismos iconos. Porque uno de los objetivos del icono es que, mediante su contemplación, entremos a vivir el misterio. Es como la liturgia: vamos a misa como espectadores, esperando que nos emocione o nos resulte bella, en lugar de sentirnos agentes en la celebración.

La contemplación del icono de la Resurrección del Salvador de Cora (Estambul, s. XV) nos comunica la alegría de nuestra liberación, de la liberación de la humanidad. Lo que ocurrió en Cristo no quedó cerrado en Él, sino que fue la mano tendida de la libertad a todos los seres humanos, incluso a toda la creación. Él murió por todos y por todos resucitó.

Somos atraídos, nos dejamos arrastrar por el movimiento ascendente de la imagen:

–       Hay un abismo oscuro del que todos participamos. Como recitamos en el Credo, Cristo descendió a los infiernos, al infierno tuyo y mío, el de nuestro mundo y nuestra historia.

–       Él mismo, resplandeciente de luz, ilumina nuestra oscuridad y nos coge de la mano, como a Adán y Eva, elevándonos a la vida.

–       Las puertas del infierno ya están rotas, de forma que nunca más podrán cerrarse. Los instrumentos que sirvieron a la muerte de Jesús, quedan en el abismo.

Éste es el motivo por el que llamamos a Cristo “nuestro Salvador”.

Hemos de identificar las zonas oscuras de nuestras vidas, nuestros pequeños o grandes infiernos, donde anidan sufrimientos y lágrimas. Son zonas de nuestras vidas individuales, comunitarias (familia, comunidad, relaciones interpersonales) y zonas culturales o sociales (política doméstica, relaciones internacionales). Unas de estas “zonas – infierno” son consecuencia de nuestro mal uso de la libertad, otras frutos de errores y pecados ajenos.

Pero a todas ellas ha bajado Jesús. No como quien va de visita, sino como quien habita y comparte el sufrimiento, todo tipo de sufrimiento y el sufrimiento de todos. El cáliz de la amargura de la humanidad fracasada.

Y allí es donde tiende su mano. La mano fuerte, con la fortaleza del amor, es decir, con la firmeza y la delicadeza propias del amor indestructible de Dios. En ese instante comienza la liberación.

No se liberan directamente estructuras ni sistemas, sino personas, seres humanos, con rostro y su historia. Dirá O. Clément:

“Ninguna sombra: todo rostro tiene la luz del infinito. Ninguna reencarnación: todo rostro es único. Ninguna fusión: todo rostro es un misterio. Ninguna separación: todos los rostros son llamas de un mismo fuego… Cada rostro es de esta tierra, pero de esta tierra que ha sido plasmada con el cielo”

Allí queremos estar todos.