Fecha: 19 de septiembre de 2021

Estimados y estimadas.

Nuestra sociedad tiene una seria dificultad para afrontar los temas de la vejez y de la muerte. La muerte es ignorada y escondida, como algo obsceno en medio de una sociedad del espectáculo. La cultura de la satisfacción hace que nuestros ideales flojos soporten mal el dolor y que todo lo que rodea a la muerte deba ser maquillado. Los símbolos tradicionales de esperanza se han roto para muchas personas y han quedado sustituidos por míseras expresiones de difusas creencias, cultivadas profusamente por algunos profesionales de los tanatorios. A pesar de poder disfrutar de más años de vida que en generaciones pasadas, nos encontramos cada vez más incapacitados culturalmente para pensar y vivir la muerte como el acto sublime de nuestra vida.

Esta dificultad para cerrar la última puerta de lo que hemos hecho en este mundo no puede separarse de la discusión sobre la eutanasia. Es necesario aprender la sabiduría del límite, para poder «contar nuestros días para obtener la sabiduría del corazón» (Salmo 90,12). El límite da realismo, habla de la importancia de la vida y de sus fronteras y obliga a encarar la finitud de la existencia con una actitud serena y esperanzada. Hay una tarea cultural prioritaria que consiste en saber ayudar a envejecer con plenitud, saber ser dependientes, saber cuidar de las personas cuando ya resulta imposible poder curar, saber luchar con los límites en la enfermedad, saber vivir en positivo la soledad, saber estar con los demás hasta el último suspiro, saber vivir hasta el final y saber morir.

Por todo ello, en una nota reciente, los obispos de Cataluña pedíamos «la promoción de los cuidados paliativos y el desarrollo efectivo de la ley de dependencia», dado que «ante las situaciones de sufrimiento y de final de la vida, es clave la atención integral» de la persona. «Desde la convicción de que la vida es un don de Dios que hay que respetar» afirmábamos también que «el compromiso de la Iglesia es el de ayudar a las personas a vivir más de acuerdo con su dignidad intrínseca…, especialmente en situaciones de proximidad de la muerte o de sufrimiento». En este sentido, clarificábamos que «no son eutanasia aquellas acciones, como la sedación, encaminadas a mitigar el dolor u otros síntomas ni tampoco lo son la retirada o no aplicación de tratamientos desproporcionados, inadecuados o fútiles». En cambio, «el objetivo de la eutanasia es acabar con la vida de la persona de forma directa e intencional». Al mismo tiempo, dado que «estas situaciones representan un desafío para enfermos y familias», pedíamos una reflexión seria «desde los propios valores y creencias, y dejar constancia por escrito en el Documento de Voluntades Anticipadas, donde se puede especificar tanto el rechazo a la eutanasia como las acciones destinadas a prolongar el proceso de muerte». Os invito, por tanto, a firmarlo y hacerlo llegar a la administración sanitaria pública.

Como alguien ha dicho desde la Pontificia Academia para la Vida, el final de la vida es paradójicamente «tiempo de ser y no tiempo de hacer», sin «banalizar la muerte» porque nos llevaría a «banalizar la vida». Además, abordar el sentido de la vida y el sentido de la muerte se debe hacer comunitariamente, dado que el discurso sobre la vida y la muerte debe ser «solidario y no solitario».

Vuestro,