Fecha: 14 de noviembre de 2021

En la vida todos tenemos esperanzas. Sin ellas no podríamos vivir porque nos orientan hacia el futuro. El deseo de que se cumplan nos motiva y cuando las vemos realizadas nuestro corazón se llena de alegría. Una auténtica esperanza nunca es una actitud pasiva: va acompañada del deseo de que se realice lo que esperamos y del compromiso para conseguirlo. Cuando los objetivos de la humanidad son nobles y justos el deseo de verlos realizados puede cambiar el mundo y sembrar vida nueva: cuando dos personas tienen en común una esperanza, ya estamos en el primer paso para su realización.

Sin embargo, todos tenemos la experiencia de que algunas no se han cumplido; que alguna persona nos ha decepcionado; que algún deseo cumplido no nos llena como habíamos imaginado; que alguna esperanza realizada se ha desvanecido pronto; o que en un momento de plenitud de repente se han presentado circunstancias inesperadas que han ensombrecido la alegría. Las esperanzas nos dan ilusión y fuerza para vivir, pero son inciertas, a menudo efímeras, y nunca nos satisfacen plenamente. Y cuando conseguimos algo que nos llena, vivimos con el temor de perderlo, ya que la muerte se nos presenta como el horizonte último de la existencia terrena. La gran pregunta que esclarece el sentido de la vida humana es esta: ¿Podemos esperar una plenitud en la que no tengamos ningún temor y una vida que sea simplemente “vida”?

Durante los primeros días del mes de noviembre hemos recordado de una manera especial a nuestros hermanos difuntos, y las lecturas de estos últimos domingos del año litúrgico nos orientan también hacia el futuro de Dios. Para que este recuerdo sea auténticamente cristiano debe estar impregnado de esperanza. En el Credo, la virtud de la esperanza se menciona en el último artículo: “espero la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén”. Esta afirmación indica la meta de toda la obra creadora de Dios; de la acción salvadora de Cristo realizada en su Encarnación, Muerte y Resurrección, y que culminará en su segunda venida; y de la actuación invisible del Espíritu Santo en la Iglesia y en los sacramentos en el momento presente. Si nos preguntamos por qué se ha comprometido tanto Dios con la humanidad, solo encontramos una respuesta: porque quiere conducirnos a Él, porque quiere darnos la auténtica vida. La vida eterna es la meta de la Esperanza cristiana. En ella se realizará el mundo nuevo que todos deseamos y todo lo que anhelamos.

Los cristianos no queremos vivir esto como si se tratara de una escapatoria o un consuelo ante las dificultades. Esperamos porque en Cristo, el amigo de los pobres y los pequeños, que ha compartido nuestros dolores y sufrimientos y nos ha abierto las puertas del Reino, hemos conocido el amor de Dios y hemos creído en Él. Tenemos la certeza de que estamos salvados en esperanza.

Si esta es la meta que Dios quiere para nosotros y a la que nos encaminamos, ha de ser también el objeto de nuestros deseos más profundos: aquello que de verdad queremos para los hermanos difuntos. Es la razón por la que oramos por ellos. Y también lo que anhelamos para nosotros, por ello intentamos agradar a Dios en todo momento, para presentarnos un día ante Él.