Fecha: 11 de abril de 2021

Pude asistir a una interesante tertulia, en la que participaban especialistas del ámbito de la comunicación social y de la pedagogía. Se debatía la difícil e interesante cuestión del efecto que el enorme poder mediático de las comunicaciones digitales está produciendo en la política, en la educación, en la psicología de las personas. Lejos de ignorar o rechazar el valor de los nuevos recursos, existía un acuerdo claro: «hay que salvar al ser humano, el sujeto humano, en lo que tiene de persona libre y responsable».

Este es un grito que se oye hoy desde diferentes ámbitos de la cultura, con su eco en pensadores más lúcidos. Como siempre, estos son minoría, pero al menos son capaces de detectar el deterioro de la persona humana, cuando consiente ser manipulada, explotada y engañada: el sistema resultante de la alianza de dos poderes, el económico – político y la tecnología más avanzada. El engaño consiste en dar la sensación a la persona de libertad (individual) y capacidad de disfrute.

En la Resurrección de Jesucristo, no sólo resucitó Jesús de Nazaret, sino también toda la humanidad. En Él resucitó todo lo que es realmente humano, es decir, todo lo que constituye la dignidad de la persona humana, tal como fue creada por Dios.

¿Resucitaron las nuevas tecnologías, el Internet, las redes sociales, la conectividad superdesarrollada, los robots, etc.? Sí también resucitó todo esto, en el sentido de que es obra del trabajo humano, de su creatividad e ingenio. El ser humano fue creado capaz de perfeccionar hasta límites insospechados sus instrumentos para gestionar su vida.

Lo que no pudo resucitar en Jesucristo es gran parte del uso que hacemos de todo esto. Con un poder tan extraordinario el ser humano se puede destruir a sí mismo. De hecho, lo está haciendo.

Entonces la pregunta que tocaría responder es ésta: ¿Qué entendemos por auténtico ser humano, lo que vemos en peligro y que podemos reconocer resucitando en Jesucristo? Para nosotros el ser humano perfecto es el mismo Jesucristo. Con Él resucitó su libertad, su verdad, su dignidad, su palabra, su obrar, su amor. Decimos «su», porque no resucitó cualquier idea de libertad, verdad, etc., sino lo que Él vivió y predicó: el auténtico ser humano.

Al menos hay dos grandes obstáculos para que todos, como personas humanas, resuciten con Él. En primer lugar, que Él vivió todos estos valores humanos en referencia a su Padre Dios, vinculado fiel y amorosamente a Él. Y el ser humano no quiere vincularse por fe y amor a ningún dios: está convencido de que es poderoso y autosuficiente (¿no lo demuestra el mismo progreso humano?). En segundo lugar, el Resucitado antes se había desprendido por amor, hasta de su propia vida, en la Cruz. Y el ser humano no quiere ni oír hablar de muerte ni de Cruz: lo que quiere es poseer, ser dueño, asegurarse de la existencia, disfrutar y conseguir una máxima calidad de vida.

La persona humana, libre, responsable, consciente, creativa, solidaria, trabajadora, alegre, positiva, sincera… ya ha resucitado en Cristo. Lo que falta es algo indispensable: que nosotros estemos con Él. Este es el camino para salvar al ser humano.