Queridos hermanos y hermanas:

El patriarca san Germán de Constantinopla, del que quiero hablar hoy, no pertenece a las figuras más representativas del mundo cristiano oriental de lengua griega y, sin embargo, su nombre aparece con cierta solemnidad en la lista de los grandes defensores de las imágenes sagradas, redactada en el segundo concilio de Nicea, séptimo ecuménico (787). La Iglesia griega celebra su fiesta en la liturgia del 12 de mayo. San Germán desempeñó un papel significativo en la compleja historia de la lucha por las imágenes, durante la llamada crisis iconoclasta: supo resistir muy bien a las presiones de un emperador iconoclasta, es decir, adversario de las imágenes, como fue León III.

Durante el patriarcado de san Germán (715-730), la capital del imperio bizantino, Constantinopla, sufrió un peligrosísimo asedio por parte de los sarracenos. En aquella ocasión (717-718) se organizó una solemne procesión en la ciudad con la ostensión de la imagen de la Madre de Dios, la Theotokos, y de la reliquia de la santa cruz, para invocar de lo alto la defensa de la ciudad. De hecho, Constantinopla fue librada del asedio. Los adversarios decidieron desistir para siempre de la idea de establecer su capital en la ciudad símbolo del Imperio cristiano y el agradecimiento por la ayuda divina fue muy grande en el pueblo.
El patriarca san Germán, tras aquel acontecimiento, se convenció de que la intervención de Dios debía considerarse una aprobación evidente de la piedad mostrada por el pueblo hacia las santas imágenes. En cambio, fue de parecer completamente distinto el emperador León III, que precisamente ese año (717) fue entronizado como emperador indiscutido en la capital, en la que reinó hasta el año 741. Después de la liberación de Constantinopla y de una nueva serie de victorias, el emperador cristiano comenzó a manifestar cada vez más abiertamente la convicción de que la consolidación del Imperio debía comenzar precisamente por una reforma de las manifestaciones de la fe, con particular referencia al riesgo de idolatría al que, a su parecer, el pueblo estaba expuesto a causa del culto excesivo a las imágenes.

De nada valió que el patriarca san Germán recordara la tradición de la Iglesia y la eficacia efectiva de algunas imágenes, que eran reconocidas unánimemente como milagrosas. El emperador se mantuvo siempre inamovible en la aplicación de su proyecto restaurador, que preveía la eliminación de las imágenes. Y cuando el 7 de enero del año 730, en una reunión pública, tomó abiertamente postura contra el culto a las imágenes, san Germán no quiso en absoluto plegarse a la voluntad del emperador en cuestiones que él consideraba decisivas para la fe ortodoxa, a la cual según él pertenecía precisamente el culto, el amor a las imágenes. Como consecuencia de eso, san Germán se vio forzado a dimitir como patriarca, auto-condenándose al exilio en un monasterio donde murió olvidado por todos. Su nombre volvió a aparecer precisamente en el segundo concilio de Nicea (787), cuando los padres ortodoxos decidieron a favor de las imágenes, reconociendo los méritos de san Germán.

El patriarca san Germán cuidaba con esmero las celebraciones litúrgicas y, durante cierto tiempo, fue considerado también el instaurador de la fiesta del Akátistos. Como es sabido, el Akátistos es un antiguo y famoso himno compuesto en ámbito bizantino y dedicado a la Theotokos, la Madre de Dios. A pesar de que desde el punto de vista teológico no se puede calificar a san Germán como un gran pensador, algunas de sus obras tuvieron cierta resonancia sobre todo por ciertas intuiciones suyas sobre la mariología.

De él se han conservado varias homilías de tema mariano, y algunas de ellas han marcado profundamente la piedad de enteras generaciones de fieles, tanto en Oriente como en Occidente. Sus espléndidas Homilías sobre la Presentación de María en el templo son testimonios aún vivos de la tradición no escrita de las Iglesias cristianas. Generaciones de monjas, de monjes y de miembros de numerosísimos institutos de vida consagrada siguen encontrando aún hoy en esos textos tesoros preciosísimos de espiritualidad.

Siguen suscitando admiración algunos textos mariológicos de san Germán que forman parte de las homilías pronunciadas In SS. Deiparae dormitionem, festividad correspondiente a nuestra fiesta de la Asunción. Entre estos textos el Papa Pío XII utilizó uno que engarzó como una perla en la constitución apostólica Munificentissimus Deus (1950), con la que declaró dogma de fe la Asunción de María. El Papa Pío XII citó este texto en esa constitución, presentándolo como uno de los argumentos en favor de la fe permanente de la Iglesia en la Asunción corporal de María al cielo.

San Germán escribe: «¿Podía suceder, santísima Madre de Dios, que el cielo y la tierra se sintieran honrados por tu presencia, y tú, con tu partida, dejaras a los hombres privados de tu protección? No. Es imposible pensar eso. De hecho, como cuando estabas en el mundo no te sentías extraña a las realidades del cielo, así tampoco después de haber emigrado de este mundo te has sentido alejada de la posibilidad de comunicar en espíritu con los hombres. […] No has abandonado a aquellos a los que has garantizado la salvación, pues […] tu espíritu vive eternamente, y tu carne no sufrió la corrupción del sepulcro. Tú, oh Madre, estás cerca de todos y a todos proteges y, aunque nuestros ojos no puedan verte, con todo sabemos, oh santísima, que tú vives en medio de todos nosotros y que te haces presente de las formas más diversas… Tú [María], como está escrito, apareces en belleza, y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo casa de Dios, de forma que, también por esto, es preciso que sea inmune de resolverse en polvo. Es inmutable, pues lo que en él era humano fue asumido hasta convertirse en incorruptible; y debe permanecer vivo y gloriosísimo, incólume y dotado de la plenitud de la vida. De hecho era imposible que quedara encerrada en el sepulcro de los muertos aquella que se había convertido en vaso de Dios y templo vivo de la santísima divinidad del Unigénito. Por otra parte, nosotros creemos con certeza que tú sigues caminando con nosotros» (PG 98, col. 344 B 346 B, passim).

Se ha dicho que para los bizantinos el decoro de la forma retórica en la predicación, y más aún en los himnos o composiciones poéticas que llaman troparios, es tan importante en la celebración litúrgica como la belleza del edificio sagrado en el que esta tiene lugar. Según esa tradición, el patriarca san Germán es uno de los que han contribuido en mayor medida a tener viva esta convicción, es decir, que la belleza de la palabra, del lenguaje, debe coincidir con la belleza del edificio y de la música.

Para concluir, quiero citar las palabras inspiradas con las que san Germán califica a la Iglesia al inicio de esta pequeña obra de arte: «La Iglesia es templo de Dios, espacio sagrado, casa de oración, convocación de pueblo, cuerpo de Cristo. […] Es el cielo en la tierra, donde Dios trascendente habita como en su casa y pasea por ella, pero es también imagen realizada (antitypos) de la crucifixión, de la tumba y de la resurrección. […] La Iglesia es la casa de Dios en la que se celebra el sacrificio místico vivificante y, al mismo tiempo, la parte más íntima del santuario y gruta santa. Dentro de ella se encuentran el sepulcro y la mesa, alimentos para el alma y garantías de vida. En ella se encuentran, por último, las verdaderas perlas preciosas que son los dogmas divinos de la enseñanza impartida directamente por el Señor a sus discípulos» (PG 98, col. 384B385A).

Al final queda la pregunta: ¿qué nos dice hoy este santo, bastante distante de nosotros cronológica y también culturalmente? Creo que fundamentalmente tres cosas. La primera: en cierto modo Dios es visible en el mundo, en la Iglesia, y debemos aprender a percibirlo. Dios ha creado al hombre a su imagen, pero esta imagen ha sido cubierta de la gran suciedad del pecado, a consecuencia de la cual casi ya no se veía a Dios en ella. Así el Hijo de Dios se hizo verdadero hombre, imagen perfecta de Dios; así en Cristo podemos contemplar también el rostro de Dios y aprender a ser verdaderos hombres, verdaderas imágenes de Dios. Cristo nos invita a imitarlo, a ser semejantes a él, para que en cada hombre se refleje de nuevo el rostro de Dios, la imagen de Dios.

A decir verdad, en el Decálogo Dios había prohibido hacer imágenes de él, pero esto fue por las tentaciones de idolatría a las que el creyente podía estar expuesto en un contexto de paganismo. Sin embargo, desde que Dios se hizo visible en Cristo mediante la encarnación, es legítimo reproducir el rostro de Cristo. Las imágenes santas nos enseñan a ver a Dios en la figuración del rostro de Cristo. Por consiguiente, después de la encarnación del Hijo de Dios resulta posible ver a Dios en las imágenes de Cristo y también en el rostro de los santos, en el rostro de todos los hombres en los que resplandece la santidad de Dios.

La segunda es la belleza y la dignidad de la liturgia. Celebrar la liturgia conscientes de la presencia de Dios, con la dignidad y la belleza que permite ver en cierto modo su esplendor, es tarea de todo cristiano formado en su fe.

La tercera es amar a la Iglesia. Precisamente a propósito de la Iglesia, los hombres tendemos a ver sobre todo sus pecados, lo negativo; pero, con la ayuda de la fe, que nos hace capaces de ver de forma auténtica, podemos también redescubrir en ella, hoy y siempre, la belleza divina. Dios se hace presente en la Iglesia; se nos ofrece en la sagrada Eucaristía y permanece presente para la adoración. En la Iglesia Dios habla con nosotros, en la Iglesia «Dios pasea con nosotros», como dice san Germán. En la Iglesia recibimos el perdón de Dios y aprendemos a perdonar.

Pidamos a Dios que nos enseñe a ver en la Iglesia su presencia, su belleza, a ver su presencia en el mundo, y que nos ayude a reflejar también nosotros su luz.

 

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