Queridos hermanos y hermanas:
Pasado mañana, 9 de octubre, se cumplirán 400 años de la muerte de san Juan Leonardi, fundador de la Orden religiosa de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios, canonizado el 17 de abril de 1938 y elegido patrono de los farmacéuticos el 8 de agosto de 2006. Se le recuerda también por su gran celo misionero. Junto con monseñor Juan Bautista Vives y el jesuita Martín de Funes proyectó y contribuyó a la institución de una Congregación específica de la Santa Sede para las misiones, la de Propaganda Fide, y al futuro nacimiento del Colegio Urbano de Propaganda Fide, que en el curso de los siglos ha forjado a miles de sacerdotes, muchos de ellos mártires, para evangelizar a los pueblos. Se trata, por lo tanto, de una luminosa figura de sacerdote, que me agrada señalar como ejemplo a todos los presbíteros en este Año sacerdotal. Murió en 1609 por una gripe contraída mientras se prodigaba atendiendo a los afectados por la epidemia en el barrio romano de Campitelli.

Juan Leonardi nació en 1541 en Diecimo, en la provincia de Lucca. Era el menor de siete hermanos; su adolescencia se caracterizó por los ritmos de fe que se vivían en un núcleo familiar sano y laborioso, así como por la asidua asistencia a un establecimiento de aromas y medicamentos de su pueblo natal. A los 17 años su padre lo inscribió en un curso regular de especiería en Lucca, para que llegara a ser farmacéutico, más aún, un especiero, como se decía entonces. Durante cerca de una década el joven Juan Leonardi fue un alumno atento y diligente, pero, cuando según las normas previstas en la antigua República de Lucca, adquirió el reconocimiento oficial que le autorizaría a abrir su propia especiería, comenzó a pensar que tal vez había llegado el momento de llevar a cabo un proyecto que desde siempre albergaba en su corazón. Tras una madura reflexión decidió encaminarse al sacerdocio. Y así, dejando la tienda de especiería y habiendo adquirido una formación teológica adecuada, fue ordenado sacerdote y el día de la Epifanía de 1572 celebró su primera misa. Con todo, no abandonó la pasión por la farmacopea, pues percibía que la mediación profesional de farmacéutico le permitiría realizar plenamente su vocación de transmitir a los hombres, a través de una vida santa, «la medicina de Dios», que es Jesucristo crucificado y resucitado, «medida de todas las cosas».

Animado por la convicción de que todos los seres humanos tienen más necesidad de esa medicina que de cualquier otra cosa, san Juan Leonardi procuró hacer del encuentro personal con Jesucristo la razón fundamental de su existencia. «Es necesario recomenzar desde Cristo», le gustaba repetir con mucha frecuencia. El primado de Cristo sobre todo se convirtió para él en el criterio concreto de juicio y de acción, y en el principio generador de su actividad sacerdotal, que ejerció mientras estaba en marcha un movimiento grande y extenso de renovación espiritual en la Iglesia, gracias al florecimiento de nuevos institutos religiosos y al testimonio luminoso de santos como Carlos Borromeo, Felipe Neri, Ignacio de Loyola, José de Calasanz, Camilo de Lellis y Luis Gonzaga. Se dedicó con entusiasmo al apostolado entre los adolescentes mediante la Compañía de la doctrina cristiana, reuniendo a su alrededor a un grupo de jóvenes con los cuales, el 1 de septiembre de 1574, fundó la Congregación de los Sacerdotes reformados de María Santísima, que sucesivamente tomó el nombre de Orden de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios. Recomendaba a sus discípulos que tuvieran «ante los ojos de la mente sólo el honor, el servicio y la gloria de Jesucristo crucificado» y, como buen farmacéutico acostumbrado a dosificar los preparados gracias a una referencia precisa, añadía: «Alzad un poco más vuestros corazones a Dios y medid según él las cosas».

Movido por el celo apostólico, en mayo de 1605 envió al Papa Pablo v, recién elegido, un Memorial en el que sugería los criterios de una auténtica renovación en la Iglesia. Observando que es «necesario que quienes aspiran a la reforma de las costumbres de los hombres busquen especialmente, y en primer lugar, la gloria de Dios», añadía que deben resplandecer «por la integridad de vida y la excelencia de costumbres; así, más que obligar, atraerán dulcemente a la reforma». Afirmaba, además, que «quien quiere realizar una seria reforma religiosa y moral debe hacer ante todo, como un buen médico, un diagnóstico atento de los males que atormentan a la Iglesia para tener así la capacidad de prescribir para cada uno de ellos el remedio más apropiado». E indicaba que «la renovación de la Iglesia debe llevarse a cabo por igual en los jefes y en los subordinados, en lo alto y en lo bajo. Debe comenzar por quien manda y extenderse a los súbditos». Por ello, mientras pedía al Papa que promoviera una «reforma universal de la Iglesia», se preocupaba de la formación cristiana del pueblo y especialmente de los niños, a quienes hay que educar «desde los primeros años… en la pureza de la fe cristiana y en las santas costumbres».

Queridos hermanos y hermanas, la luminosa figura de este santo invita en primer lugar a los sacerdotes, y a todos los cristianos, a tender constantemente a la «medida elevada de la vida cristiana» que es la santidad, naturalmente cada uno según su estado. De hecho sólo de la fidelidad a Cristo puede surgir la auténtica renovación eclesial. En aquellos años, en el paso cultural y social entre los siglos XVI y XVII, empezaron a perfilarse las premisas de la futura cultura contemporánea, caracterizada por una escisión indebida entre fe y razón, que ha producido entre sus efectos negativos la marginación de Dios, con el espejismo de una posible y total autonomía del hombre que elige vivir «como si Dios no existiera». Es la crisis del pensamiento moderno, que varias veces he puesto de relieve y que desemboca frecuentemente en formas de relativismo. San Juan Leonardi intuyó cuál era la verdadera medicina para estos males espirituales y la sintetizó en la expresión: «Cristo ante todo», Cristo en el centro del corazón, en el centro de la historia y del cosmos. Y de Cristo -afirmaba con fuerza- la humanidad tiene extrema necesidad, porque él es nuestra «medida». No hay ambiente que no pueda ser tocado por su fuerza; no hay mal que no encuentre remedio en él; no hay problema que no se resuelva en él. «¡O Cristo o nada!». Esa es su receta para todo tipo de reforma espiritual y social.

Hay otro aspecto de la espiritualidad de san Juan Leonardi que quiero subrayar. En diversas circunstancias recalcó que el encuentro vivo con Cristo se realiza en su Iglesia, santa pero frágil, enraizada en la historia y en su evolución a veces oscura, donde trigo y cizaña crecen juntos (cf. Mt 13, 30), pero que es siempre Sacramento de salvación. Con la lúcida conciencia de que la Iglesia es el campo de Dios (cf. Mt 13, 24), no se escandalizó de sus debilidades humanas. Para contrarrestar la cizaña, optó por ser buen trigo: decidió amar a Cristo en la Iglesia y contribuir a hacerla cada vez más signo transparente de él. Miró a la Iglesia y su fragilidad humana con gran realismo, pero también su ser «campo de Dios», el instrumento de Dios para la salvación del hombre. No sólo eso. Por amor a Cristo trabajó con empeño para purificarla, para hacerla más bella y santa. Comprendió que toda reforma hay que hacerla dentro de la Iglesia y jamás contra la Iglesia. En esto san Juan Leonardi fue verdaderamente extraordinario y su ejemplo sigue siendo siempre actual. Toda reforma afecta ciertamente a las estructuras, pero en primer lugar debe incidir en el corazón de los creyentes. Sólo los santos, hombres y mujeres que se dejan guiar por el Espíritu divino, dispuestos a tomar decisiones radicales y valientes a la luz del Evangelio, renuevan la Iglesia y contribuyen, de manera determinante, a construir un mundo mejor.

Queridos hermanos y hermanas, la vida de san Juan Leonardi estuvo siempre iluminada por el esplendor del «Rostro Santo» de Jesús, custodiado y venerado en la iglesia catedral de Lucca, que se convirtió en el símbolo elocuente y en la síntesis indiscutible de la fe que le animaba. Conquistado por Cristo como el apóstol san Pablo, señaló a sus discípulos, y sigue señalándonos a todos, el ideal cristocéntrico según el cual «hay que desnudarse de cualquier interés propio y preocuparse sólo del servicio de Dios», teniendo «ante los ojos de la mente sólo el honor, el servicio y la gloria de Jesucristo crucificado». Además de en el rostro de Cristo, fijó la mirada en el rostro materno de María. La Virgen, a la que eligió patrona de su Orden, fue para él maestra, hermana y madre, y experimentó su constante protección. Que el ejemplo y la intercesión de este «fascinante hombre de Dios» sean, exhorten y alienten, especialmente en este Año sacerdotal, a los sacerdotes y a todos los cristianos a vivir con pasión y entusiasmo su vocación.

 

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