Queridos hermanos y hermanas:

La figura de Pedro el Venerable, que quiero presentar en la catequesis de hoy, nos lleva otra vez a la célebre abadía de Cluny, a su decoro (decor) y a su esplendor (nitor) —por utilizar términos recurrentes en los textos cluniacenses—, decoro y esplendor que se admiran sobre todo en la belleza de la liturgia, camino privilegiado para llegar a Dios. Sin embargo, más que estos aspectos, la personalidad de Pedro recuerda la santidad de los grandes abades cluniacenses: en Cluny «no hubo un solo abad que no fuera santo», afirmaba en 1080 el Papa Gregorio VII. Entre estos se sitúa Pedro el Venerable, que recoge en sí un poco todas las virtudes de sus predecesores, aunque ya con él Cluny, frente a las nuevas Órdenes como la del Císter, comienza a mostrar algún síntoma de crisis. Pedro es un ejemplo admirable de asceta riguroso consigo mismo y comprensivo con los demás.

Nacido alrededor del año 1094 en la región francesa de Alvernia, entró de niño en el monasterio de Sauxillanges, donde llegó a ser monje profeso y después prior. En 1122 fue elegido abad de Cluny y conservó este cargo hasta su muerte, que ocurrió en el día de Navidad de 1156, como él había deseado. «Amante de la paz» —escribe su biógrafo Rodolfo— «obtuvo la paz en la gloria de Dios el día de la paz» (Vita, i, 17: PL 189, 28).

Cuantos lo conocieron destacan su señorial mansedumbre, su sereno equilibrio, su dominio de sí, su rectitud, su lealtad, su lucidez y su especial aptitud para la meditación. «Mi propia naturaleza» —escribía— «me lleva a ser indulgente; a ello me incita mi costumbre de perdonar. Estoy acostumbrado a soportar y a perdonar» (Ep. 192, en: The Letters of Peter the Venerable, Harvard University Press, 1967, p. 446). Decía también: «Con aquellos que odian la paz quisiéramos, en lo posible, ser siempre pacíficos» (Ep. 100: l.c., p. 261). Y escribía de sí mismo: «No soy de aquellos que no están contentos con su suerte […], cuyo espíritu está siempre en ansia o en duda, y que se lamentan porque todos los demás descansan y ellos son los únicos que trabajan» (Ep. 182: l.c., p. 425). De índole sensible y afectuosa, sabía conjugar el amor al Señor con la ternura hacia sus familiares, especialmente hacia su madre y hacia sus amigos. Cultivó la amistad, de modo especial hacia sus monjes, que habitualmente confiaban en él, seguros de ser acogidos y comprendidos. Según el testimonio de su biógrafo, «no despreciaba y no rechazaba a nadie» (Vita, i, 3: PL 189, 19); «se mostraba amable con todos; en su bondad innata estaba abierto a todos» (ib., i, 1: PL, 189, 17).

Podríamos decir que este santo abad constituye un ejemplo también para los monjes y los cristianos de nuestro tiempo, marcado por un ritmo de vida frenético, donde no son raros los episodios de intolerancia y de incomunicación, las divisiones y los conflictos. Su testimonio nos invita a saber unir el amor a Dios con el amor al prójimo, y a no cansarnos de reanudar relaciones de fraternidad y de reconciliación. Así actuaba Pedro el Venerable, que tuvo que dirigir el monasterio de Cluny en años no muy tranquilos por razones externas e internas a la abadía, consiguiendo ser al mismo tiempo severo y dotado de profunda humanidad. Solía decir: «De un hombre se podrá obtener más tolerándolo que irritándolo con quejas» (Ep. 172: l.c., p. 409). Por razón de su cargo tuvo que afrontar frecuentes viajes a Italia, Inglaterra, Alemania y España. El abandono forzoso de la quietud contemplativa le costaba. Confesaba: «Voy de un lugar a otro, me afano, me inquieto, me atormento, arrastrado de un lado a otro; tengo la mente dirigida a veces a mis asuntos y a veces a los de los demás, no sin gran agitación de mi alma» (Ep. 91: l.c., p. 233). Aunque tuvo que actuar con astucia entre los poderes y señoríos del entorno de Cluny, gracias a su sentido de la medida, a su magnanimidad y a su realismo logró conservar una tranquilidad habitual. Una de las personalidades con las que entró en relación fue san Bernardo de Claraval, con el que mantuvo una relación de creciente amistad, a pesar de la diversidad de temperamentos y perspectivas. San Bernardo lo definía «hombre importante, ocupado en asuntos importantes» y lo tenía en gran estima (cf. Ep. 147, ed. Scriptorium Claravallense, Milán 1986, vi/1, pp. 658-660), mientras que Pedro el Venerable definía a san Bernardo «faro de la Iglesia» (Ep. 164: l.c., p. 396), «columna fuerte y espléndida de la Orden monástica y de toda la Iglesia» (Ep. 175: l.c., p. 418).

Con gran sentido eclesial, Pedro el Venerable afirmaba que los acontecimientos del pueblo cristiano deben sentirlos «en lo íntimo del corazón» quienes se cuentan entre «los miembros del Cuerpo de Cristo» (Ep. 164: l.c., p. 397). Y añadía: «No está alimentado por el espíritu de Cristo quien no siente las heridas del Cuerpo de Cristo», dondequiera que se produzcan (ib.). También mostraba atención y solicitud por quienes estaban fuera de la Iglesia, en particular por los judíos y musulmanes: para favorecer el conocimiento de estos últimos hizo traducir el Corán. Al respecto, observa un historiador reciente: «En medio de la intransigencia de los hombres medievales —incluso de los más notables— admiramos aquí un ejemplo sublime de la delicadeza a la que conduce la caridad cristiana» (J. Leclercq, Pietro il Venerabile, Jaca Book, 1991, p. 189).

Otros aspectos de la vida cristiana que le interesaban eran el amor a la Eucaristía y la devoción a la Virgen María. Sobre el Santísimo Sacramento nos dejó páginas que constituyen «una de las obras maestras de la literatura eucarística de todos los tiempos» (ib., p. 267), y sobre la Madre de Dios escribió reflexiones iluminadoras, contemplándola siempre en estrecha relación con Jesús Redentor y con su obra de salvación. Baste citar estas inspiradas palabras suyas: «Salve, Virgen bendita, que has puesto en fuga la maldición. Salve, madre del Altísimo, esposa del Cordero mansísimo. Tú has vencido a la serpiente, le has aplastado la cabeza, cuando el Dios engendrado por ti la aniquiló […]. Estrella resplandeciente de oriente, que pones en fuga las sombras de occidente. Aurora que precede al sol, día que ignora la noche […]. Reza al Dios que nació de ti, para que perdone nuestro pecado y, después del perdón, nos conceda la gracia y la gloria» (Carmina: PL 189, 1018-1019).

Pedro el Venerable sentía también predilección por la actividad literaria y tenía talento para ella. Anotaba sus reflexiones, persuadido de la importancia de usar la pluma casi como un arado para «esparcir en el papel la semilla del Verbo» (Ep. 20: l.c., p. 38). Aunque no fue un teólogo sistemático, fue un gran investigador del misterio de Dios. Su teología hunde sus raíces en la oración, especialmente en la litúrgica; y entre los misterios de Cristo prefería el de la Transfiguración, en el que ya se prefigura la Resurrección. Fue precisamente él quien introdujo en Cluny esta fiesta, componiendo un oficio especial, en el que se refleja la característica piedad teológica de Pedro y de la Orden cluniacense, dirigida totalmente a la contemplación del rostro glorioso (gloriosa facies) de Cristo, encontrando en él las razones de la ardiente alegría que caracterizaba su espíritu y que se irradiaba en la liturgia del monasterio.

Queridos hermanos y hermanos, este santo monje es ciertamente un gran ejemplo de santidad monástica, alimentada en las fuentes de la tradición benedictina. Para él el ideal del monje consiste en «adherirse tenazmente a Cristo» (Ep. 53: l.c., p. 161), en una vida claustral caracterizada por la «humildad monástica» (ib.) y por la laboriosidad (Ep. 77: l.c., p. 211), así como por un clima de contemplación silenciosa y de alabanza constante a Dios. La primera y más importante ocupación del monje, según Pedro de Cluny, es la celebración solemne del Oficio divino —«obra celestial y la más útil de todas» (Statuta, I, 1026)— acompañada con la lectura, la meditación, la oración personal y la penitencia observada con discreción (cf. Ep. 20: l.c., p. 40). De esta forma toda la vida queda penetrada de amor profundo a Dios y de amor a los demás, un amor que se manifiesta en la apertura sincera al prójimo, en el perdón y en la búsqueda de la paz. Para concluir, podríamos decir que aunque este estilo de vida, unido al trabajo cotidiano, constituye para san Benito el ideal del monje, también nos concierne a todos nosotros; puede ser, en gran medida, el estilo de vida del cristiano que quiere ser auténtico discípulo de Cristo, caracterizado precisamente por la adhesión tenaz a él, la humildad, la laboriosidad y la capacidad de perdón y de paz.

 

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